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Venecia sobre ruedas… de agua: la épica odisea de moverse con ACTV entre islas sin perder la paciencia ni la dignidad

Viajar en vaporetto por Venecia permite descubrir su belleza única y sus encantadoras islas, convirtiendo cada trayecto en una experiencia inolvidable.
David Sánchez
Venecia (Italia)
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Viajar a Venecia siempre suena romántico: góndolas acariciando las aguas, fachadas barrocas reflejándose en el Adriático, un atardecer digno de postales en Instagram. Pero quienes lo han vivido saben que la verdadera poesía no la escriben ni Petrarca ni los gondoleros, sino los horarios de transporte público. Porque si Roma se inventó para caminarla, Venecia se diseñó para aprender a hacer malabares con maletas, billetes de vaporetto y mapas que parecen crucigramas mojados.

Gondolero flexible en Venecia
Gondolero flexible en Venecia. Foto Noelia Vela

La ciudad entera es un tablero de ajedrez acuático donde cada movimiento requiere estrategia: ¿quieres cruzar el Gran Canal? No basta con mirar a lo lejos y pensar “está aquí mismo”. No, amigo. Aquí toca escoger: o te subes a un traghetto (esas góndolas sin glamour que cruzan de orilla a orilla en dos minutos, por dos euros y cara de turista perdido), o apuestas por el legendario vaporetto, la línea de vida veneciana que convierte cada trayecto en un reality show flotante.

Vaporetto: el metro que flota

El vaporetto es el metro, autobús y terapia de grupo de Venecia. Lo maneja la empresa ACTV, que desde hace décadas mantiene a la ciudad latiendo sobre el agua. Siéntete afortunado: por apenas 9,50 euros el billete sencillo (válido durante 75 minutos) puedes viajar desde la plaza de San Marcos hasta casi perderte en la laguna y regresar. Y si te quieres poner práctico, un pase de 24 horas cuesta 25 euros, y hay versiones de 48, 72 o incluso 7 días, perfectos para esos viajeros que terminan aprendiendo a distinguir entre las líneas 1 y 2 como si fueran expertos ferroviarios.

El vaporetto tiene un efecto curioso: es capaz de unir a ejecutivos con corbata que viajan a Murano, mochileros que huelen a pizza fría y jubilados venecianos que suspiran porque “todo era mejor cuando costaba 20 céntimos”. Además, te regala las mejores vistas del Gran Canal, esa autopista acuática bordeada de palacios góticos que parece diseñada por un urbanista con delirio de grandeza y exceso de Prosecco.

El Gran Canal: la M-30 de los venecianos

Cruzar el Gran Canal es como sobrevivir a una hora punta madrileña, pero sin bocinas (aunque con algunos “Mamma mia!” flotando). En el fondo, es un río de turistas que se codean con barcazas de reparto, ambulancias acuáticas y hasta camiones de basura que, sí, también flotan.

Barco grúa en Venecia
Barco grúa en Venecia. Foto Noelia Vela

El trayecto clásico es la línea 1 del vaporetto: lenta, como una visita al museo con tu abuela, pero te deja mirar cada palacio desde primera fila. La línea 2, en cambio, es la versión “exprés”, como si hubieran puesto Red Bull en el motor: salta algunas paradas y te hace sentir que Venecia es hasta eficiente.

Murano: vidrio, vidrio y más vidrio

Un viaje en Venecia no está completo sin ir a Murano, donde el cristal es religión. Para llegar hay que subirse al vaporetto y resistir el impulso de comprar un jarrón de 700 euros que no cabrá en tu maleta de Ryanair. El trayecto en sí ya vale la pena: las aguas cambian de tono, los turistas se mezclan con los artesanos que llevan las herramientas del vidrio, y tú sientes que estás entrando en el backstage de una ópera barroca.

Tienda en la isla de Murano, cerca de Venecia
Tienda en la isla de Murano, cerca de Venecia. Foto David Sánchez

El Lido: glamour de alfombra roja y arena pegajosa

Luego está el Lido, la isla del festival de cine de Venecia. Llegar es casi un rito: subes al vaporetto, bajas en el embarcadero y de pronto estás en un lugar donde se mezclan bikinis con smokings. Aquí, entre arena y glamour, se recuerda que el cine italiano inventó la melancolía en blanco y negro, aunque ahora lo que más se ve son móviles buscando wifi.

Festival de cine de Venecia en el Lido
Festival de cine de Venecia en el Lido. Foto Noelia Vela

El transporte hacia el Lido también tiene su joya: el ferry-traghetto para coches, donde puedes subir tu Fiat, tu Vespa o incluso tu SUV alemán (para presumir). Mientras navegas, disfrutas de un atardecer que parece pintado por Canaletto con filtro de Instagram incluido. El viento huele a mar, y si cierras los ojos por un segundo casi olvidas que pagaste por el billete lo mismo que por una cena ligera en una trattoria.

San Michele: el cementerio-isla donde todos llegan tarde o temprano

Y no todo es fiesta. Frente a Fondamente Nove está la isla de San Michele, el cementerio veneciano. Sí, Venecia tiene hasta la muerte organizada en transporte público. Se llega en vaporetto y, de golpe, la algarabía turística se disuelve en un silencio casi poético. Aquí descansan Ezra Pound, Stravinski y hasta Joseph Brodsky, quienes quizá todavía suspiran por lo caro del billete.

Canal en Venecia
Canal en Venecia. Foto Noelia Vela

Mestre: la versión “low cost” de Venecia

No todos pueden pagar hoteles donde la cama flota más que el colchón inflable. Por eso muchos viajeros optan por Mestre, la vecina del continente. Desde allí, un autobús de ACTV te deja en Piazzale Roma, la última frontera de los coches antes de que todo se convierta en agua. Por apenas 1,50 euros, llegas en 15 minutos y ya puedes presumir de “dormí barato en Mestre pero desayuné caro en Venecia”.

Santa Lucía y Piazzale Roma: las puertas de la ciudad flotante

La estación de tren Santa Lucía y el Piazzale Roma son como los grandes vestíbulos de Venecia. Aquí llegan buses, trenes y hordas de turistas arrastrando maletas que suenan como orquesta desafinada sobre los puentes. Antiguamente, estas plazas eran símbolo de modernidad: eran las conexiones con el mundo terrestre, antes de que los vuelos low cost inundaran la laguna. Hoy, siguen siendo la bisagra entre tierra y agua, el lugar donde decides si pagar el vaporetto o caminar hasta que tu GPS te traicione.

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ACTV: héroes discretos de la laguna

Todo este sistema lo maneja ACTV, que con la paciencia de un gondolero zen mantiene en marcha la maquinaria acuática. Manejan buses en Mestre, tranvías en tierra firme y, por supuesto, la flota de vaporetti que cruza la laguna día y noche. Sus precios no son los de un regalo, pero considerando que mueven a millones de personas entre islas flotantes, casi parece un milagro logístico.

Lo mejor es que ACTV funciona con esa mezcla veneciana de eficiencia y caos: un barco puede retrasarse porque hay niebla, o porque alguien decidió atracar como si estuviera en una película de Fellini. Pero al final, todos llegan.

El precio de la poesía (y del transporte)

Sí, Venecia no es barata: 9,50 euros el billete de vaporetto, 25 euros el pase de un día, 35 el de dos, 45 el de tres. Pero, ¿acaso no vale cada euro ver un atardecer sobre la laguna desde la cubierta de un ferry? ¿No es un lujo tener de fondo un palacio renacentista mientras esperas el transporte? En otras ciudades, por el mismo precio solo obtienes aire acondicionado dudoso y anuncios de seguros de vida.

En Venecia, en cambio, tu “metro” se desliza frente a la cúpula de la Salute, al lado del mercado de Rialto, o rumbo a una isla donde la muerte tiene postal propia.

Epílogo acuático

Moverse en Venecia no es solo un trámite logístico, es parte de la experiencia. La ciudad no se entiende sin su sistema de transporte público, esa telaraña acuática que mantiene unidos a vivos, muertos, artistas, turistas y locales. Al final, todos flotamos en la misma dirección, con un billete de ACTV en el bolsillo y la certeza de que pocas veces un autobús —aunque sea de agua— te regala tanta belleza en el camino.

Así que sí: Venecia será cara, caótica y húmeda. Pero también es la única ciudad del mundo donde perder un barco puede convertirse en la mejor excusa para contemplar un atardecer de los que se escriben en los diarios.

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Colaborador de EL PERFIL
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Crítico de cine, especializado en cine latinoamericano. Es miembro de la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (FIPRESCI) y de l'Académie des Lumières, de la prensa internacional en Francia.