Vi anoche, en la televisión futbolera, a Yoshimar Yotún contando su trágico accidente de chamba y la larga travesía de quince meses de su recuperación. Entonces entendí por completo por qué, hace unos días, tras anotar un penal, saltó las barreras del estadio de Sporting Cristal y corrió a abrazar a su esposa que lo esperaba, emocionada, en la tribuna occidente. No fue un gesto casual: fue el broche de oro de una batalla familiar. Sin el apoyo incondicional de sus seres queridos más cercanos, hubiera sido muy difícil su retorno a las canchas.
No se trató de una simple lesión. En un intento por enviar un zurdazo desde fuera del área, su pie se perdió en el vacío: pateó el aire, y su pierna izquierda se trabó con el muslo de un rival. La rodilla se quebró por dentro.
Tuvieron que sacarlo en ambulancia para someterlo a una operación de ocho horas, bajo anestesia epidural, con los nervios dormidos y el alma en vilo. Pero lo peor vino después: una infección silenciosa —una bacteria tenaz— comenzó a hacer de las suyas en su rodilla en recuperación. Si avanzaba la bacteria no solo habría acabado con su carrera, podría haber puesto en riesgo su vida. Tuvo que internarse, aislarse, sanar en silencio, sin encender las alarmas de la prensa ni del hincha.
Y su familia estuvo ahí. Ahí está el detalle, compañero.
Ha regresado Yotún, más maduro. Pero sigue siendo ese palomilla bailarín que hacer bailar a los oponentes, que reparte la pelota con la precisión de un pase hecho con la mano, el que sabe cuándo parar y cuándo acelerar, el que ayuda a recuperar el balón y empuja hacia el ataque con la mirada encendida.
Yoshimar Yotún nació el 7 de abril de 1990, y aún le quedan años por delante para seguir regalándonos su fútbol. Me cae bien este muchacho.