En el Perú, el 76% de la población mayor de 12 años se declara católico. Según el censo nacional del 2017, más de 17 millones de personas profesan la religión católica en el país y conforman una notoria mayoría que, sin embargo, cada vez cuestiona más esta pertenencia. ¿Por qué? Porque, en muchos casos, su única relación con la iglesia es asistir a un bautizo o un matrimonio, o acompañar las misas de salud o de difuntos.
He asistido a misas donde un cura llamaba “miserables” –literalmente– a quienes dejaban sumas pequeñas a la hora de la limosna. Sé de otras donde los curas asistían con un contador profesional al lado, exigiendo que haya más ingresos. Y otras más donde sermones homofóbicos, machistas y xenófobos obligaban a algunos fieles a abandonar el templo de manera silenciosa.
En paralelo, conozco de grupos parroquiales valiosos, viví de cerca la experiencia de una revista de la Juventud Católica de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos que se enfrentó a Sendero Luminoso; y compartí la experiencia de la Mesa de Concertación para la Lucha contra la Pobreza, cuyo primer presidente fue el sacerdote Gastón Garatea. Y hay que decirlo: él pudo “empujar” el proyecto gracias a la mística y los principios de una teología que, liberada de prejuicios y taras, enseña que la pobreza es indigna.
Durante casi 20 años, la Iglesia Católica peruana fue dirigida por Juan Luis Cipriani –un sacerdote del Opus Dei, profujimorista–, quien tuvo frases que causaron revuelo y polémica por lo discutible de su contenido. ¿Un ejemplo? “Los derechos humanos son una cojudez” y, con respecto a las niñas ultrajadas, “No es porque hayan abusado de las niñas, sino porque, muchas veces, la mujer se pone, como en un escaparate, provocando”. Como en Lucas 6:44, a cada árbol se le conoce por sus frutos. En este caso, a Cipriani se le recordará también por sus frases.
Después de que el jefe de la Iglesia peruana renunciara por edad, el papa Francisco nombró al sacerdote Carlos Gustavo Castillo Mattasoglio como su reemplazante en el arzobispado de Lima. Meses antes, ya el nombramiento de monseñor Pedro Barreto como nuevo cardenal del Perú había remecido el cimiento simbólico de una institución que, con preocupación, busca que los fieles retornen a la práctica verdadera de la religión.
En el extremo opuesto al de Cipriani, Castillo es un cura que antes de asumir el sacerdocio estudió Sociología en San Marcos. Después se fue a Cerro de Pasco, donde trabajó en la Universidad Daniel Alcides Carrión. Junto a sus estudiantes, recorrió las comunidades más apartadas de esa región –olvidada por décadas por el centralismo limeño– y colaboró en la formación del CEAS Campesino y el CEAS Minero (Comisión Episcopal de Acción Social).
De allí viajó a Roma, donde siguió estudios eclesiales y teológicos. La vida profesional de Castillo ha sido un ejemplo de entrega, entre sus parroquias y la enseñanza en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ese buen desempeño también lo colocó en la lista de los “apestados” de Cipriani, curas como Gastón Garatea y Felipe Zegarra que fueron despojados de sus parroquias o prohibidos de oficiar misa. Los caprichos de un jerarca elevados a su máxima potencia.
El nuevo arzobispo de Lima asumirá el cargo la primera semana de marzo. Pero desde ya existen ataques furibundos que buscan desdibujar su asunción. “El nuevo arzobispo limeño es un sociólogo de San Marcos, admirador del tan inflado teólogo marxista Gustavo Gutiérrez e integrante del cogollo de la PUCP, así que ‘rojazo’ es”, dice Aldo Mariátegui. Y la frase anónima del blog “Samurái Religioso”, que se refiere al padre Castillo como “el Judas del clero de Lima, la pieza que faltaba en este rompecabezas ‘liberachón’ que no tiene cuándo acabar”.
Hay guerras que se tienen que pelear hasta lo último. Esta parece ser la oportunidad de la Iglesia Católica para reencontrarse con el pueblo. Y si bien somos partidarios del laicismo, debemos reconocer que la Iglesia es un espacio de encuentro que puede impulsar proyectos integrales con una mirada humana. Amén.