Los victorianos acostumbrados, según los deslenguados, a la bohemia, la dolce vita y la sandunga, está vez rompieron en llanto.
Fue flagelado —su clon, su sosías— hasta que su piel se convierte en un archipiélago de heridas. Los niños lloraban, las mujeres también. No querían entender que era un simulacro, una ficción, una puesta en escena, juraban que era el mismo Mesías arrastrando su cruz, sus harapos y sus huesos.
Ocurrió el Viernes Santo —18 de abril— en el asentamiento humano Cerro El Pino, el más poblado y arriscado del distrito de de La Victoria. Sus 25 mil moradores, sin hablar arameo ni portar sobre su cabeza un colorido kipá, han convertido —por Semana Santa— sus calles en la réplica del antiguo Gólgota de Jerusalén donde el sufrimiento y la esperanza laten en cada piedra.

Ese viernes, no hubo piedad. La soldadesca romana interpretada por el elenco teatral “Crepúsculo” molía sus carnes con látigo hecho con cuero de res mientras que Rafael Rivera, el actor que encarna hasta el llanto al Hijo de Dios, caía, una y otra vez, para morder el polvo.
14 estaciones y mil dolores. El dolor de Cristo. Su carne quemada a fuetazos y sus músculos, nervios y huesos horadados por clavos de metal.
El dolor del Pino que no tiene pistas, veredas ni agua —dos horas al día es una blasfemia— y cuya inmensa cruz, parecida al madero del Nazareno tiene el peso de sus angustias y necesidades sumados a la desgracia de ser gobernados por injustos e infames herederos directos de Caifás, Anás y Poncio Pilatos.
“Tengo sed” exclamó el Rey de Reyes, ensangrentado, exhausto y agónico y en vez de darle agua los centuriones le dieron sal y vinagre y los vecinos, otra vez, olvidándose que sólo es guión, escenificación y teatro, forcejearon con los soldados. Le dijeron de todo: abusivos, malnacidos y encima les mentaron la madre.

En cada latigazo o caída se acordaban de sus baldes vacíos y laderas tortuosas, de las rocas de basalto que fueron vencidas —para construir sus casas— con sangre en las manos y a puro combazos y de sus noches sin postes de luz y llena de ladridos, rotas, a veces, con velas languidecientes o lámparas de kerosene.
La Vía Crucis en este pueblo, no es sólo una procesión de dolientes, es más que vestuario y coreografía, está fuertemente arraigada a su pasado de sacrificios y privaciones. Es historia, tradición y creencia que nace, en 1972, con la primera estera y pervive en los modernas y coloridas casas que hoy caracterizan al Pino, pueblo de valientes.
De esta amalgama, mitad heroísmo, mitad evangelio, dan crédito sus fundadores, de rostro apergaminado y sus hijos forjados en acero. Con Cristo en sus pupilas y con lampa, comba y barreta en las manos construyeron sus sueños en cada recodo.

Hoy, como ayer continúan en la brega por hacer del Pino un destino turístico. Por lo pronto han logrado que el municipio victoriano —empático y atinado— promulgue la Ordenanza 457; que oficializa este doloroso peregrinaje anual convirtiendo esta costumbre, nacida entre piedras y abismos, en patrimonio y legado cultural y religioso que subsista a mil generaciones.
Per secula seculorum. (Hasta el final de los siglos).