Yo nací en 1951, de modo que me perdí lo bueno. Así pues, hablaré de oídas: tanto mejor porque de oídas hay que hablar cuando se escribe del mambo. Salvo en Oriente, en Cuba no hay sismos pues los terremotos cubanos estallan en México. El último grande, de desmesura geológica, medía un metro con sesenta centímetros. Se llamó Dámaso Pérez Prado y fue un genio barroco. Su cabeza era oval y obscura, con prominencias de foca, y emergía de entre hombros caídos en ángulos inadmisibles, como si alguien hubiera creído que aquel terremoto era el primer humano de «geometría variable» y le hubiera bajado los hombros para que entrase en un estuche de flauta.
Dámaso Pérez Prado lucía mosca bajo los labios serios, patillas feraces y un moño devastado por la calvicie, mas él replicó con un bisoñé escarpado que ya profetizaba a mamá Simpson. Dámaso se movía con un andar metrónomo: de piernas rectas, de rodillas en desuso, de compás de escuela, como un Humphrey Bogart pingüino y tropical. Para regañar a su concisa estatura, Dámaso Pérez Prado (menudo-problema) paseaba con mujeres altas y escalaba zapatos de taco inmoderado, como si los tacones pudiesen acercarlo ―a él: el mayor, el genio inalcanzable de la música cubana― a la gloria que era suya. Sigue siendo tan bueno como el mejor; además, es el mejor.
Pequeño pero significativo, Dámaso vestía trajes (como se dice) «de su propia inspiración»: camisas-sacos integrales, cuellos-torres y otras prendas imposibles como esas casonas de horror descritas por Howard Phillips Lovecraft y que no podían existir, pero que estaban allí. El genio se perfumaba a mansalva. No ingería licor, pero, al aromarse, era dado a la botella. Olía a lirios, nelumbos, lotos, rosas, y a una floristería deflagrada en un incendio de bosques terciarios, precámbricos, de despertar del mundo.
Dámaso había nacido en Matanzas en 1916, aunque él (cual ministro de Información) no reconocía el dato: cambiaba de tema. A los 22 años voló a México para cazar el futuro. A los 24 inventó el mambo, sabedor de que las masas danzantes estaban hegelianamente listas para emprender saltos dialécticos. Mambo: suma y resumen de siglos de selvas sensuales; furor y abismo bajo la dictadura de un rigor matemático; gritos de trazo ilegible; letras que no son parte de la melodía, sino de la percusión; conga, bongó y timbal; arabescos de saxos poetas que se deshojan en juegos florales; trompetas altísimas como una palma real, y la ironía de un piano tranquilo que tocaba el maestro. Música del oriente cubano, sinfonía fantástica de África, España y Francia: batás, cantos y minués. ¡Música de Cuba, la más hermosa del mundo!
El mambo fue ―anotó Gabriel García Márquez― «un golpe de Estado contra soberanía de todos los ritmos». Así, el golpista Pérez Prado lideró el movimiento: gran rey democrático, elegido y reelegido por el sufragio incesante de los cuerpos. Hizo, de las fiestas, tempestades de gominas negras y peinados bombés que rugían sobre un mar de danzarines colgados del aire. Dámaso fundó la dinámica de grupos. La eternidad ya lo andaba buscando, y hasta el yambo parecía el nombre de un pie griego calzado por Dámaso Pérez Prado. Las películas mexicanas donaron el resto. Tongolele y Resortes fueron los monarcas del baile, y vimos a Pérez Prado ―quieto a veces como un ídolo― dirigir su orquesta entre escaleras de cartón infinito por las que descendían rumberas como ángeles carnosos expulsados del cielo. Dámaso decretaba las órdenes: «¡Aaaaaah! ¡Uh!», grito de Tarzán cubano en la selva del ritmo.
La sequedad de los críticos no entendió el mensaje travieso del genio del mambo. Ellos no comprendieron que Dámaso coronó de humorismo a la música. Las trompetas de El ruletero son parodia zumbona de las bocinas de la calle, pero Dámaso también gozó con el desbarato ridículo de las letras mamberas, que no se cantan: se bailan. Quien pida versos coherentes a sus mambos, que también los exija a la Quinta sinfonía de Beethoven. Música es música.
No obstante, todo este huracán universalmente caribe, solo pocos años duró el frenesí mambero, como si hubiesen comprimido mil siglos de música. En 1955, cual una tersa reacción girondina, se extendió el chachachá, creado ―obviamente― por otro enorme cubano, Enrique Jorrín. Hubo que esperar quince años para que el eje del mundo tornase a vibrar a golpes de conga: con la «salsa» neoyorquina de los durísimos, nieta vigorosa del mambo. En el recital del Cheetah, de 1972, alguien pregunta, y Johnny Pacheco responde exactamente como Benny Moré veinte años antes:
―¿Quién inventó esta cosa loca?
―Un chaparrito con cara de foca.
Pérez Prado alcanzó entonces a oír su propia resurrección en cuerpo ajeno, pero ya estaba retirado, enfermo y pobre, cual corresponde a todo genuino profeta. La muerte lo libró después de la extensa pena de oír a los salxérox de hoy: a los todos igualitos; a quienes, como Emilio y Gloria, estafan; a los que hacen, del son, sonete; a los ratones que dan gato por tigre; a los grupetes-café en polvo, instantáneos y solubles; a los cantantes-clínex, desechables y de cincuenta por cajita, más desorejados que Van Gogh, y a los coritos poliafónicos, que asustan pues, cuando los escuchamos, sentimos que oímos voces; mas «¡no pasarán!», como decimos siempre los perdedores.
Ultrajado por la hemiplejia y la ceguera, el Rey del Mambo nos dejó en la ciudad de México el 14 de septiembre de 1989, y solos de tanta música. En aquella noche avariciosa y final, envidia de las noches, impaciente y lucífera, entre ángeles convulsos y una manigua de notas, subió a los cielos Dámaso Pérez Prado, rompiendo cueros y echando candela. Fue un gran tipo, en verdad. Los años siguen tocando a favor de él. Como los clásicos, sabe que, después de todo, la muerte no es para tanto. ¡Música, maestro!