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Este artículo es de hace 2 años

La mujer de blanco

Al cabo de unos minutos, Dora vio reaccionar a su niño, mejorarle el pulso y la respiración. Los ojos del pequeño recobraban lentamente el brillo y la fiebre comenzó a bajar. "Llévelo a su casa y que descanse", le dijo el médico.
Ángel Portella

Hay historias increíbles. A Dora le sucedió una de esas. Su bebé de año y medio se enfermó de un momento a otro y ella se encontraba sin dinero para medicinas, pues el novio había desaparecido por no hacerse cargo ni pasarle la manutención, y seguro a esas alturas ya andaba enamorando a otra ingenua. Al ver que el enfermito se ponía cada vez peor, decidió llevarlo al hospital, por si lo atendían, cosa difícil en este país donde los médicos se pasan de indolentes.

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Se embarcó en un bus semilleno. Cuadras más allá subió una señora vestida de blanco y se sentó a su lado. La vio sollozando con el niño en brazos y le preguntó qué le pasaba. “Mi hijito se está muriendo, respondió Dora, lo estoy llevando al hospital, ojalá me lo atiendan”. “No te preocupes, la calmó la mujer de blanco, palmeándole suavemente en un brazo, yo trabajo allí”.

En efecto, bajaron frente al hospital y entraron por la puerta de emergencias. Los guachimanes parecían conocer a la señora de blanco, porque las dejaron pasar como si nada. En la sala de espera, la mujer de blanco le pidió que aguardase un momento, que iba a hablar con un médico pediatra, y desapareció por el pasillo. Dora se desesperaba. Veía a su hijito más grave, con los ojos en blanco y la respiración casi imperceptible. Ya ni se movía el pobre.

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A los dos o tres minutos, reapareció la mujer de blanco y la llamó desde la entrada del pasillo. Dora respiró aliviada y se apresuró en acudir allí. La mujer de blanco la guio hasta la puerta de un consultorio y le indicó que entrase. “Ya lo arreglé todo”, le dijo con gesto tranquilizador. Y se quedó afuera.

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El médico estaba solo en el consultorio y de inmediato se hizo cargo del niño. Luego de auscultarlo, le puso una inyección. Al cabo de unos minutos, Dora vio reaccionar a su niño, mejorarle el pulso y la respiración. Los ojos del pequeño recobraban lentamente el brillo y la fiebre comenzó a bajar. “Llévelo a su casa y que descanse”, le dijo el médico. “Tranquila, que va a estar bien. Mañana viene a la misma hora para la otra dosis”. 

Dora ni siquiera le preguntó por la enfermedad que padecía su pequeño, porque pensaba en la mujer de blanco. Quería agradecerle, de rodillas si fuera posible. Se asomó al pasillo, pero no estaba allí. Le preguntó al médico dónde podía encontrarla, y este, sorprendido, le dijo que no había visto a ninguna mujer de blanco. “Acá no ha entrado nadie vestida así”. Dora se quedó pensativa. Hasta dudó de las palabras del galeno. Finalmente, se fue a tomar el bus para regresar a su casa.

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Cuando estaba en el paradero, pasó un bus lleno de pasajeros. De pronto, desde una de las ventanillas, la mujer de blanco le agitó la mano, sonriendo.

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