La Mostra de Venecia, que este año celebra su 82.ª edición entre el 27 de agosto y el 6 de septiembre de 2025, sigue consolidándose como uno de los escaparates más prestigiosos del cine de autor contemporáneo. Dentro de la programación paralela de las Giornate degli Autori, espacio dedicado a miradas personales y arriesgadas, se presenta «La Gioia», el nuevo largometraje del napolitano Nicolangelo Gelormini, que confirma aquí una madurez estilística capaz de situarlo entre las voces más singulares del cine europeo actual.
«La Gioia» no solo es un filme inquietante por la historia que cuenta, sino también por la forma en que Gelormini la pone en imágenes. Tras «Fortuna» (2020), con la que ya había explorado el trauma infantil desde un prisma visual casi pictórico, el director afianza un estilo que rehúye el naturalismo plano para construir atmósferas donde la realidad parece deformarse y revelarse desde dentro. En «La Gioia» su talento estalla con más equilibrio: combina riesgo formal con hondura narrativa, sin perder nunca de vista a sus personajes.
Lo primero que llama la atención es cómo filma a Valeria Golino. Su interpretación de Gioia sería notable en cualquier caso, pero aquí el director la engrandece. La cámara se convierte en una lupa que respeta los matices: planos sostenidos que se atreven a quedarse en un temblor de labios, en una respiración entrecortada, en la rigidez de un cuerpo que no sabe ocupar espacio. Gelormini no busca el efectismo ni el grito; confía en la actriz y le da aire, tiempo. El resultado es que el espectador no duda ni un segundo de que Golino es esa mujer católica, conservadora, marcada por la represión familiar, por la sensación de no haber vivido nunca. Esta dirección de actores, invisible pero precisa, es prueba de la maestría del realizador: sabe cuándo retirarse y dejar que la verdad aparezca.
Otro acierto está en la estructura narrativa. La película se articula en dos actos que alternan los puntos de vista de Gioia y de Alessio (Saul Nanni). Este montaje paralelo no es un mero artificio: permite que el espectador perciba las vidas como espejos deformados. Mientras la existencia de Gioia se muestra en tonos grises, con encuadres cerrados y asfixiantes, la de Alessio estalla en un mundo precario, pero vibrante y contradictorio. Gelormini convierte la puesta en escena en discurso: el encierro frente a la intemperie, la pasividad frente a la sobreexposición. Es ahí donde se nota la mano de un director que piensa el cine no solo como narración, sino como forma plástica y ética.
La dirección de fotografía (Gianluca Rocco Palma) potencia este contraste, pero es Gelormini quien marca la pauta: la iluminación fría y casi conventual en los espacios de Gioia frente a la paleta saturada de los ambientes nocturnos de Alessio. La coherencia estética no es decorativa, sino que alimenta el corazón del relato: dos vidas que corren paralelas, dos soledades que se necesitan y al mismo tiempo se anulan. El director logra que lo simbólico se integre sin cargar las tintas. La alusión a Eco y Narciso, o la sombra del caso Rosboch, están presentes como ecos culturales, pero nunca rompen la fluidez narrativa.
Un aspecto particularmente brillante es la manera en que se aborda la religión y la familia. Otros directores habrían optado por la caricatura: los padres sobreprotectores, la hija encerrada, la religiosidad como dogma ridículo. Gelormini, en cambio, no juzga; filma con delicadeza. Deja que se intuya que vivir con los padres hasta los sesenta puede parecer entrañable para ellos, pero devastador para la hija. Ese matiz evita el panfleto y coloca al espectador en una posición incómoda: entiende las dos perspectivas y percibe la tragedia de fondo. Ahí se nota la madurez del cineasta: transforma un drama íntimo en cuestión universal.
La relación con Alessio se convierte en detonante y espejo. Aquí de nuevo la dirección brilla: el joven actor Saul Nanni, con su mezcla de belleza frágil y rebeldía, podía haber caído en la exageración. Sin embargo, Gelormini lo conduce hacia una interpretación magnética y creíble: seductor, pero herido; fuerte, pero explotado. El director entiende que para que la historia funcione necesitamos creer que Gioia puede enamorarse de él, pero también que Alessio juega con la seducción por pura necesidad. Esa delgada línea la sostiene con mano firme.
Críticamente, otro de los grandes logros es cómo Gelormini introduce lo social sin panfletos. La película contrapone dos mundos: el aburrimiento burgués y la marginalidad desbordada. Lo hace sin discursos, solo con la observación: el chico que se prostituye para conseguir un apartamento mejor, la protagonista que cree que cualquier atención es amor verdadero. No hay moraleja explícita, pero sí un retrato brutal de cómo el dinero atraviesa las relaciones humanas. El director consigue que el espectador se pregunte —sin respuesta— qué es más digno: vivir sin haber vivido o vivir arriesgándolo todo.
Incluso el ritmo revela el talento del realizador. La película avanza con lentitud hipnótica, pero nunca se siente muerta. El tiempo muerto es vida; los silencios son discurso. Esa paciencia narrativa es un riesgo hoy en día, pero Gelormini lo maneja con convicción: cada pausa prepara la siguiente sacudida. Y cuando llega el desenlace, aunque algunos puedan echar de menos un golpe final más contundente —algo que, cierto, un director como Sorogoyen habría convertido en clímax demoledor—, la elección del italiano es coherente: dejar la herida abierta, sin resolución catártica, como la vida misma.
En definitiva, la grandeza de «La Gioia» no reside solo en lo que cuenta, sino en cómo Gelormini lo cuenta. Su dirección es un equilibrio difícil entre control formal y libertad actoral, entre simbolismo y realismo, entre crítica social y tragedia íntima. Cada decisión parece medida para que el espectador no solo vea una historia, sino que experimente una grieta existencial.
Con esta película, Gelormini confirma lo que «Fortuna» ya insinuaba: que es un autor con mirada propia, capaz de explorar la fragilidad humana con herramientas visuales de enorme sofisticación. En manos de otro, el material habría corrido el riesgo de caer en el melodrama o en la denuncia social simplista. En las suyas, se convierte en un retrato devastador de la soledad y el deseo de ser visto.
«La Gioia» (Felicidad en español) es, paradójicamente, un filme sobre la falta de felicidad, pero también sobre la belleza que el cine puede encontrar en esa carencia.










