Ángelo Félix Inga Pariona recuerda con nitidez el día del accidente en el que una silla voladora de los juegos mecánicos casi mata a un niño de tres años. Lo recuerda con claridad porque él manejaba aquel juego en el parque zonal Cahuide del distrito de El Agustino. Cuando vio que el niño estaba por cruzar las rejas y entrar en zona prohibida, no le quedó más remedio que apagar la máquina; pero las sillas seguían dando vueltas y una de ellas alcanzó a golpear al niño en la mandíbula.
En aquel tiempo, Ángelo tenía apenas 11 años, pero ya trabajaba ayudando a un tío suyo en el aquel parque de diversiones, donde este manejaba el negocio de alquiler de mesas de juegos, taburetes saltarines, fulbitos de mano, sapos y también sillas voladoras. Ángelo no tuvo culpa de nada, pero cada vez que recuerda la sangre en el piso, el llanto del pequeño y la desesperación de la madre, siente una pena grande, pero no puede hacer nada para cambiar el pasado.
Ahora, en tiempos de pandemia, Ángelo tiene 20 años y sigue trabajando fuera de casa. Ayuda a sus padres atendiendo un puesto de verduras en el dormitorio de una casa grande y vieja acondicionada para que funcione un minimercado en el distrito limeño de Pueblo Libre. Yo lo conocí ahí, en medio del ajetreo de los clientes, en agosto del 2020, preocupado por las pruebas de ingreso a la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. “Quiero estudiar ingeniería electrónica en San Marcos porque no podría pagar una universidad particular. Tengo hermanos menores que también querrán estudiar”, me dijo.
En el Perú es muy difícil que un joven que haya dejado la secundaria ingrese con facilidad a una universidad pública. Lo que pasa es que la secundaria en el país es precaria y hay pocas vacantes en las universidades del Estado. Entonces millones de jóvenes entran en una competencia feroz por apenas miles de vacantes. Ya lo vimos el domingo pasado en San Marcos y lo volveremos a ver este sábado y este domingo.
Los que tienen mayores posibilidades de ingresar son los chicos que hayan podido pagar dos años de academia que cuesta por lo menos de 400 soles mensuales. Los padres de familia que ganan 1 500 soles mensuales no tienen posibilidades de pagar para que sus hijos se preparen en las academias preuniversitarias. Ángelo pudo prepararse en una academia por un tiempo; pero ahora cree que no fue suficiente.
Ángelo se prepara en casa y sabe que su meta es difícil de cumplir. Se estresa en casa, siente presión de los amigos, de los primos; pero no se rinde. A veces, también siente la presión de su padre; pero Ángelo sabe que tiene que continuar. “Es difícil. La presión es fuerte. A veces, quisiere dejar de estudiar cuando estoy enojado; pero cuando me calmo sé que debo seguir también para darle el ejemplo a mis hermanos, porque el que estudia triunfa. Mi meta es estudiar en la universidad pública para no abandonarla por falta de dinero y seguir ayudando a mis padres”, me dice esta mañana mientras me despecha la lista de verduras.
Él considera que sus padres son muy estrictos y que esa forma de educarlos de alguna manera lo ha ayudado a él y sus hermanos a no salirse del camino del bien. Cuando tenía 7 años ya ayudaba a su madre cuando esta había emprendido el negocio de vender entrañas fritas en las calles de El Agustino.
Desde pequeño sabe que el estudio le puede dar un trabajo con una remuneración adecuada, pues, uno de sueños es salir de la pobreza y darle tranquilidad económica a su familia. “Todos hemos sufrido pobreza y no quiero vivir así”, sostiene.
Se siente parte de la generación del bicentenario, porque él también detesta la corrupción y quiere que las cosas cambien en el país. “Los jóvenes estamos hartos de que nuestro país esté gobernado por corruptos. Nosotros, los jóvenes, no nos dejamos dominar y queremos cambiar nuestro país. Yo me esfuerzo estudiando no solo pensando en mí y en mi familia, sino también en el Perú. Este domingo iré a las 6:30 de la mañana a rendir el examen en el estadio. No sé qué ocurrirá. Pase lo que pase, yo seguiré estudiante duro”, dice.