Quienes se hayan aproximado gratamente a la obra de Thomas De Quincey a través de sus “Confesiones de un opiófago inglés” o “Del asesinato considerado como una de las bellas artes” no sentirán defraudadas sus expectativas al leer los ensayos que la editorial Jus ha reunido y traducido a nuestro idioma bajo el título de “Judas y otros ensayos sobre lo divino y lo humano”.
“A nadie debo tantas horas de felicidad personal”, ha escrito Borges sobre el autor inglés; y un compatriota nuestro, Luis Loayza, ha traducido, prologado y examinado varias de sus obras en textos lúcidos. Para comprobar la riqueza de su erudición e ingenio basta detenernos en uno de los ensayos que la presenta editorial ha traído.
En el más actual de los temas compilados, “Sobre la guerra”, De Quincey elabora, a partir de una oposición a los pacifistas, una defensa de los conflictos entre naciones y declara que estos no solo “no pueden abolirse”, si no que “no deben abolirse” (p. 43). Las noticias diarias infaliblemente corroboran la primera de sus afirmaciones, pero ¿no es un abuso de la sutileza proponer una razón de orden moral? Antes de escandalizar a los lectores conviene precisar que el autor, como cualquier otro, no está exento del espíritu de su época, y la suya es el Romanticismo de fines del siglo XVIII. Si esto no es suficiente, podríamos adelantar que De Quincey argumenta la segunda de sus proposiciones debido a que la primera no parece menos que una verdad; esto quiere decir que si De Quincey ha encontrado una justificación en la guerra es porque la guerra “ya sucede” y “ha de suceder”.
“La guerra –escribe– es la madre del abuso y del expolio, no hay duda; pero como otros flagelos que responden a la economía divina, se purifica y se redime cuando la contraponemos a un mal mayor que no podría ser evitado o remediado de otra manera” (p. 42).
Según el autor, la guerra es la última de las soluciones a las crisis y tanto más justificable cuanto que aspira a salvaguardar la dignidad humana y a establecer códigos o normas que las guíen y las mitiguen. Pero De Quincey va más allá de estos argumentos y en las últimas páginas de su ensayo descubre (o crea) una justificación metafísica. Por otra parte, tal vez no haga falta añadir que 200 años fueron suficientes para multiplicar el potencial bélico de las naciones y que quien pensó en sus posibilidades no supo jamás de bombas nucleares de destrucción mundial.
Fiel a su hábito digresivo, De Quincey exorna cada razonamiento con prolijas anécdotas (leídas o vividas o soñadas) y baña de un exquisito humor lo que podría ser la tesis romántica de un nacionalista y la convierte en una obra de valor literario.
Dos ejemplos del buen humor y la mordaz ironía de De Quincey abren el ensayo. Convencido de que una intempestiva abolición de la guerra sería nefasta, ha creído solidario empezar un fondo con un modesto capital (una media corona) para reparar los daños de su extinción. Esta suma, que heredarán las futuras generaciones de un mundo sin guerra, crecerá al interés y se prevé será enorme y más que suficiente. Dos siglos después, la media corona continúa multiplicándose y no vislumbramos que deje de hacerlo.