Este artículo es de hace 5 años

Contra el pensamiento mágico de ciertos “librepensadores”

Todos los privilegios son igualmente odiosos, sean de sexos, razas, etnias, religiones, etcétera. El racionalismo tiene mucha tarea por delante, sobre todo cuando los atrasados son algunos "librepensadores".

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¡Nunca lo hubiera hecho!; pero, aun así, no me arrepiento de haber presentado esta ponencia ante el Primer Encuentro Latinoamericano del Librepensamiento, realizado en la ciudad de Arequipa entre el 24 y el 26 de mayo del 2018. El texto siguiente refuta las tonterías del feminismo irracional, para el que la “igualdad” consiste en otorgar la superioridad legal de las mujeres sobre los hombres. Leído en parte frente a los participantes del Encuentro, mi ponencia causó espanto y réplicas. Una de estas, de un pintoresco “librepensador” italiano, consistió en aceptar mis tesis para rechazarlas de inmediato porque la gente “no está preparada” para la plena igualdad legal de mujeres y hombres. Así, con la misma irracionalidad, ese personaje habría defendido la esclavitud y la pena de muerte pues la gente “no está preparada” para abolirlas: curiosidades del pensamiento mágico.

Mi posición a favor de la igualdad legal habría sido la misma si el Encuentro hubiese creado una sección sobre los “derechos” diferenciados de las minorías raciales: yo también habría estado en contra. No hubo tal “sección indigenista”, sino una sección sobre “género”, y yo debí centrarme en las tonterías del “género” (pésima y confusa traducción del invento inglés “gender”). Todos los privilegios son igualmente odiosos, sean de sexos, razas, etnias, religiones, etcétera. El racionalismo tiene mucha tarea por delante, sobre todo cuando los atrasados son algunos “librepensadores”. Aquí mi ponencia:

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El Estado ilustrado es bisexual

Si realmente deseamos la igualdad, debemos adecuar nuestras leyes al Estado propuesto por la Ilustración europea, cuyos ideales fueron la igualdad, la libertad y la fraternidad. Llamaré “Estado ilustrado”, “liberal” y “democrático” a ese Estado ideal. A partir del concepto básico de “igualdad”, postularé que todos los adultos sanos (mujeres y hombres) tienen los mismos derechos fundamentales, como los derechos a la vida, la salud, la educación, el sufragio, la libertad de pensamiento, la libertad de expresión, etcétera. Fuera de cinco excepciones, el Estado rechaza cualquier privilegio, entre los que están las llamadas “cuotas” y las “perspectivas”: de “género”, sexo, orientación sexual, raza, etnia, etcétera.

Todas las personas somos iguales como seres humanos, pero también somos distintas en muchos aspectos. Para evitar abusos, el Estado liberal finge que somos iguales porque sabe que somos distintos. El Estado nos impone la fantasía de la igualdad pues es la mejor forma jurídica de defender al débil contra el fuerte, al pobre contra el rico. El poderoso no apela a la igualdad porque esta no le conviene. Es cierto: en la realidad, no siempre se cumple el principio de la igualdad ante la ley, pero este continúa siendo la base jurídica que protege los derechos de los desfavorecidos.

El Estado ilustrado no nació perfecto; demandó esfuerzos y tiempo, como lo revela la historia del sufragio, que pasó desde ser restringido hasta ser universal. Con los años, el esclavo y el súbdito de los señores se tornaron ciudadanos libres. Hoy, el ciudadano y la ciudadana son las personas adultas dueñas de los mismos derechos que las otras, sin que importen el sexo, la orientación sexual, la raza, la etnia, la fuerza física, las ideas políticas, la fe religiosa, etcétera. Así pues, la ciudadanía es única y universal. La ciudadanía no admite diferencias basadas en grupos naturales, grupos culturales ni en estamentos (como los nobles y los plebeyos). Nadie es más ni menos ciudadano por ser negro, hombre, jardinero, indígena, mujer, deportista o científica.

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Sin embargo, en defensa de los débiles (el gran objetivo de la igualdad), el Estado sí concede preferencias a cinco grupos naturales que sufren desventajas físicas o mentales: menores de edad, mujeres gestantes y lactantes, ancianos, enfermos y discapacitados. El Estado también protege a las personas que desempeñan trabajos peligrosos o que habitan en zonas de riesgos naturales o sociales (como lugares de delincuencia frecuente). Las demás personas son los adultos sanos (mujeres y hombres), y no caben diferencias de trato hacia ellos, salvo en los servicios médicos debidos a las diferencias fisiológicas. Entre los derechos diferentes están, por ejemplo, el derecho femenino al aborto según la ley que se debate en la Argentina (hasta las 14 semanas por el solo deseo de la mujer). Otro derecho diferente merece una ley que permita al hombre renunciar a sus derechos y deberes sobre un futuro hijo si la mujer se niega a abortar antes de la 14.ª semana, contradiciendo así el deseo del hombre. Hombres y mujeres tienen el mismo derecho a decidir hasta las 14 semanas de la gestación, y nadie está obligado a ser padre ni obligada a ser madre.

No hay leyes particulares

Algunos grupos naturales sufren abusos y postergaciones: mujeres, homosexuales, bisexuales, negros, indígenas, etcétera. Para su protección, el Estado aplica el principio de la igualdad y dicta leyes generales, como las que castigan las discriminaciones debidas al sexo, la orientación sexual, la raza, la etnia, etcétera. Por ejemplo, el Estado prohíbe la discriminación por motivos de raza (sexo, etcétera) en general, pero no prohíbe la discriminación de los negros en particular. No hay, pues, leyes con “perspectivas” de “género”, sexo, orientación sexual, etnia, raza, etcétera, pues todas las “perspectivas” violan el principio de la igualdad ante la ley. Como personas, todo; como mujeres (negros, transexuales, etcétera), nada.

Así también, el Estado ilustrado castiga la violencia intersexual, pero no castiga la violencia inferida a la mujer en particular pues los adultos sanos (mujeres y hombres) son iguales ante la ley. Por tanto, no debe haber leyes contra el llamado “feminicidio”, sino leyes que castiguen los asesinatos de las personas: hombres y mujeres.

En promedio, las mujeres son más débiles que los hombres, por lo que se exponen a perder en la lucha física. Contra lo que algunos pretenden, el Estado liberal no “compensa” la desventaja física promedial de las mujeres dando leyes más severas contra los hombres para favorecer a las mujeres; y no lo hace pues tal legislación violaría el principio ilustrado de la igualdad ante la ley. Lo único que el Estado puede hacer es dictar leyes que incluyan máximos y mínimos de penas, y también atenuantes y agravantes, aplicables a mujeres y a hombres por igual. Así, en un caso de asesinato de un hombre contra una mujer, el juez puede reconocer todas las agravantes e imponer la máxima pena al hombre, pero no puede aplicar una ley contra el “feminicidio” pues tal ley no existe en el Estado ilustrado; es decir, no se puede “castigar más” a un hombre porque es hombre.

Todas las personas son iguales ante las leyes, pero todas son distintas en los juicios. Supongamos que Juan y Luis cometen el mismo delito, que ocasiona prisión de tres a cinco años según sean las agravantes y las atenuantes. Juan carece de antecedentes penales, aunque Luis sí los tiene; por tanto, Luis recibirá una sentencia de cinco años de cárcel, y Juan solo una de tres. Ahora imaginemos que Juan y María cometen el mismo delito: el proceso judicial será el mismo pues se evaluarán las agravantes y las atenuantes. Sin embargo, el sexo no es agravante ni atenuante, de modo que Luis no recibirá más carcelería por ser hombre, ni María una más corta por ser mujer. (No obstante, en el mundo, las mujeres reciben sentencias más breves que los hombres por los mismos delitos.) Por lo expuesto, son reaccionarias y contrailustradas todas las leyes que, por “perspectiva de género”, beneficien a priori a las mujeres. La justicia ilustrada no favorece ni perjudica a un sexo porque la justicia es bisexual. Lo mismo ocurre con las leyes que, por otras “perspectivas”, beneficien a personas indígenas, negras, judías, etcétera: todas son inválidas en el Estado liberal.

Privilegios femeninos

No hay “agravantes generales”; o sea, un hombre que ha golpeado a una mujer no recibirá una condena mayor porque otros hombres hayan golpeado a otras mujeres. No hay “culpas colectivas”, y las estadísticas no son criterios jurídicos. No hay “perspectiva de género” en el derecho penal; pese a ello, este jueves 10 de mayo, el Congreso peruano aprobó una ley que aumenta las penas contra los hombres que ataquen o maten a mujeres, como si los delitos inversos no mereciesen una ley igual. Los hombres son tan personas como las mujeres. También contrario al principio ilustrado de la igualdad es la costarricense Ley de penalización de la violencia contra la mujer precisamente porque beneficia a un solo sexo, pese a que el Estado se debe a ambos sexos por igual.

Si se dictara una ley contra el “feminicidio”, debería dictarse una ley exactamente igual contra el “masculinicidio” pues los hombres y las mujeres sanos y adultos son iguales ante las leyes. Empero, de aprobarse también una ley que protegiera solamente a los hombres, se produciría el absurdo de dictar dos leyes iguales. El Estado liberal evita esa duplicación dictando una sola ley que proteja por igual a mujeres y a hombres. La igualdad es la igualdad, no es “la igualdad más un poquito”. Este último abuso ocurre cuando ciertos grupos ejercen presión para que se dicten leyes favorables a ellos, pero a nadie más.

Por ejemplo, tal es el caso del proyecto 20.308, presentado a la Asamblea Legislativa costarricense por grupos feministas para que se otorguen privilegios a las “mujeres políticas” (llamadas así en el proyecto), pero no a los “hombres políticos” (no se los menciona). Otro caso atañe a las jubilaciones. En el régimen de la Caja Costarricense del Seguro Social, las trabajadoras pueden pensionarse a los 59 años y 11 meses, pero los hombres solamente pueden hacerlo a los 61 años y 11 meses: dos años después, con la agravante de que, en Costa Rica, la expectativa de vida de las mujeres excede en cuatro años a la de los nombres, según datos del año 2015. Aquel proyecto de ley y la disparidad en las pensiones son dos ejemplos de “la igualdad más un poquito”, que ya no es la igualdad.

La igualdad ante la ley también debe cumplirse en el acceso al poder político. En una democracia ilustrada, se accede al poder mediante las elecciones y los nombramientos (quienes ganan las elecciones nombran a ciertos funcionarios, como los ministros), y se es funcionario cuando se gana un concurso de méritos. Incidentalmente, habría que mencionar el absurdo de la institución “Primera Dama”, cargo ficticio al que no se llega mediante, elección, nombramiento ni concurso, sino mediante el matrimonio (o su equivalente). Además de ser un caso de nepotismo, el cargo de la “Primera Dama” es un ejemplo de machismo pues otorga una función a una mujer solamente porque está casada con un hombre. Las feministas deben exigir que se anule la función de la “Primera Dama”, cargo imaginario y machista que no existe en el Estado ilustrado y liberal.

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Por otra parte, todos los ciudadanos (mujeres y hombres) tienen los mismos derechos políticos, sin ventaja alguna debida a la marginación y al sufrimiento históricos de ciertos grupos. Las antiguas generaciones que padecieron abusos ya están muertas; por tanto, carecen de derechos y es inútil apelar a lo mucho que sufrieron. El Estado debe ofrecerles reparaciones simbólicas, como el erigirles monumentos; pero las personas que sí interesan son quienes están vivas y quienes nacerán. Así pues, ni la marginación ni el sufrimiento históricos crean derechos para las personas muertas ni para las personas vivas; los crea la sola condición humana: no se necesita más. Es humillante exigir que se cumplan los derechos arguyendo “somos negros”, “somos mujeres” o “somos homosexuales”: son personas, y esto basta para que el Estado cumpla con tales personas, generalmente postergadas. Las manías identitarias son como nacionalismos enanos que destruyen la igualdad ante la ley.

Absurdas “cuotas” y “paridad”

Volviendo a la política, para el Estado, todos los candidatos son abstracciones; es decir, seres carentes de sexo, color, peso, credo, condición de la vista, equipo de futbol, aficiones musicales, etcétera. Así pues, todos los candidatos son iguales ante el Estado, pero son distintos ante los electores. El Estado liberal no tiene cómo diferenciar al candidato o a la candidata A del candidato o la candidata B. Por tanto, debido a la igualdad ante el Estado democrático, no hay “cuotas” ni “paridad” electorales.

Asimismo, el Estado ilustrado no ordena cómo deben integrarse las listas de candidatos pues esto es asunto de cada partido político. Los partidos son instituciones privadas, no públicas, y nadie fuera de los partidos debe ordenarles cómo deben disponer sus candidaturas. Los ciudadanos (no el Estado) son quienes premian o castigan las listas electorales. Votando, los ciudadanos (no el Estado) deciden si debe ganar una lista formada solo por mujeres o solo por hombres, por 1 % de mujeres o por 1 % de hombres, o lo que fuere.ç

Ningún grupo natural nace con el derecho a “su parte” del poder. A las mujeres no les toca el 50 % ni a los hombres el otro 50 %. Para ser “justo”, este absurdo “naturalista” obligaría a otorgar porcentajes a todos los grupos; así, además del 50-50 mencionado, habría que dar (supongamos) 10 % del poder a los hombres homosexuales, 10 % a las mujeres homosexuales, 5 % a los transexuales, 20 % a los negros, 50 % a los indígenas… Al final, habría más que 200 % de candidatos, de congresistas y de ministros. Las “cuotas” electorales son absurdos que siempre marginan a otros grupos naturales, y que nunca satisfarán las demandas de representación de todos los grupos. Los grupos naturales no crean derechos políticos.

Aquella “perspectiva de género” electoral también es absurda pues supone que las mujeres son políticamente intercambiables. El objetivo sexista es que haya 50 % de mujeres solamente en cargos de poder (nunca se menciona a los cargadores ni a los albañiles, quienes llenan su “cuota” de 100 %). Por tanto, a aquella pretensión sexista no le importan las ideas de las mujeres, sino el hecho de serlo. Así, una mujer de derecha representaría “mejor” a una mujer de izquierda, que un hombre de izquierda. Se romperían las legítimas identidades ideológicas –lo único que importa–. Además, nadie puede demostrar por qué sería mejor un Congreso o un Gobierno formado solamente (o por mitades) por mujeres, hombres, bisexuales, transexuales, etcétera. Importan las ideas, no el sexo, y las ideas no vienen “con el sexo”.

Asimismo, ningún grupo natural está “subrepresentado” en los puestos de poder político o privado pues la Ilustración valora el esfuerzo y la aptitud, no el sexo. Podría ocurrir que le digan a un hombre: “Le daríamos el puesto a usted porque ganó el concurso, pero se lo negamos pues nos falta una mujer (un negro, un bisexual, una lesbiana…)”. La injusticia inferida a una sola persona de mérito destruye el supuesto valor moral de la “perspectiva de género” (de raza, de etnia, etcétera). Las leyes existen para evitar las injusticias, no para permitirlas. Además, para ser equitativos, si hubiese una “perspectiva de género femenino”, también debería haber una “perspectiva de género masculino” en todas las leyes. De paso, nótese que, cuando se habla de “perspectiva de género”, siempre se alude a la “perspectiva de género femenina”, nunca a una “perspectiva de género masculina”: sobreentendido que revela un grave prejuicio sexista.

Intentos reaccionarios

El Estado ilustrado es ideal, pero puede sernos antipático si nuestro grupo quiere sacar “su parte”, aunque los demás grupos no reciban lo mismo. Los grupos identitarios arguyen que el “Estado ilustrado está bien como ideal”, pero que hoy debemos imponer desigualdades legales “positivas” para subsanar desigualdades reales. Amparados en esta falacia, muchos llegan a la monstruosidad antijurídica de penalizar más los delitos cometidos contra mujeres, homosexuales, indígenas o negros, todos adultos y sanos. Tales abusos antijurídicos conducen al absurdo de considerar que los hombres heterosexuales blancos deben ser el único grupo desprotegido por las leyes especiales porque es el “grupo privilegiado”. No obstante, caeríamos así en una paradoja: si tales hombres formasen el único grupo desprotegido, ¿con cuál grupo lo compararíamos para que se cumpliese el principio de la igualdad? Con ninguno: no habría. Los otros grupos ya estarían protegidos. Los hombres heterosexuales blancos se habrían quedado solos y resultarían ser únicamente iguales a sí mismos.

Aquellos y otros desvaríos irracionales surgen del empeño de negar que la mejor forma de imponer la igualdad de derechos es precisamente imponer la igualdad de derechos, no el “aumento” de derechos en favor de las mujeres, los indígenas, los transexuales, etcétera. Nadie necesita que le “aumenten” sus derechos, sino que se cumplan los derechos que las leyes han otorgado a todos por igual. Por ejemplo, si una norma impide estudiar ingeniería a las mujeres, el Estado elimina tal norma. El Estado quita obstáculos, no regala privilegios. Las políticas de “cuotas”, “paridad”, “perspectivas” y “acciones afirmativas” son antiigualitarias; por tanto, contrailustradas y reaccionarias pues nos hacen retroceder al primitivismo del siglo XVII europeo, cuando no existían los conceptos de ciudadanía ni de igualdad ante la ley.

El pleno Estado ilustrado es hoy una utopía, pero nos sirve pues nos presenta ideales que ayudan a mejorar nuestras sociedades: “libertad”, “igualdad” y “fraternidad” son grandes lemas. Un buen modelo de futuro nos hace mejorar nuestro presente. Por ejemplo, en las sociedades hay injusticias económicas; y confirmamos que lo son cuando las comparamos con las ideas de igualdad y fraternidad. Asimismo, hay violencia y marginación contra muchas mujeres, “razas”, etnias, etcétera. En tales casos, el Estado liberal impone el ideal de “fraternidad”, pero también el de “igualdad”, que impide dictar leyes que coloquen en desventaja legal a otros grupos (hombres heterosexuales blancos, por ejemplo).

El Estado no es la sociedad, sino un producto de la sociedad. A la sociedad –a nosotros– nos corresponde seguir corrigiendo las fallas de nuestra sociedad, asociándonos en partidos, organizaciones no gubernamentales, etcétera, para que el Estado acepte y aplique los principios de la Ilustración. El Estado ilustrado nos señala tres caminos para avanzar en tal empeño: libertad, igualdad y fraternidad.

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Nota

Más informaciones contra las “cuotas” y la “paridad” se encuentran en el libro Parité! (cap. III), de Joan Wallach Scott. La traducción española fue publicada por el Fondo de Cultura Económica de México en 2012. Quien desee conocer los argumentos en contra de las “cuotas” y la “paridad” puede ir al final del libro, al índice analítico, y consultar las entradas “Badinter, Élisabeth”, “Consejo Constitucional”, “esencialismo y abstracción”, “individualismo abstracto”, “Pisier, Evelyne” y “universalismo y abstracción”.

La idea de “abstracción” revela que, para los defensores de la igualdad ilustrada, los ciudadanos y las ciudadanas son seres abstractos, carentes de sexo, orientación sexual, raza, color, tamaño, religión, etcétera. Su única característica es la ciudadanía (la “cédula”), que los iguala a todos: hombres, mujeres, transexuales, negros, shintoístas, etcétera.
La mención de Élisabeth Badinter es importante pues ella es una de las feministas históricas de Francia que se opuso radicalmente a los engendros contrailustrados de las cuotas y la paridad. Quien tenga una traducción de El segundo sexo (Editorial Debolsillo), de Simone de Beauvoir, encontrará su nombre en la página 10. Badinter es una antigua dirigente del Partido Socialista Francés y, como tal, es un ejemplo de cómo, desde la izquierda, algunas personas rechazan introducir privilegios legales sustentados en el sexo. A muchas feministas les haría bien leer el libro Parité! para que salgan de sus errores esencialistas y reaccionarios, y para que dejen de promover las sexistas “cuotas” y “paridad”.

El libro Parité! puede leerse en español y en PDF en esta dirección: https://drive.google.com/file/d/1pYT1TtNreSrMBpDdaDZXP3NIMKYLBery/view

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El análisis y las expresiones vertidas son propias de su autor/a y no necesariamente reflejan el punto de vista de EL PERFIL
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Estudió Historia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es miembro correspondiente de la Academia Peruana de la Lengua. Reside en Costa Rica y trabaja en el diario La Nación desde 1994. En 2020 publicó Otras disquisiciones, un libro que recopila sus artículos referidos al uso del lenguaje.
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