En "La Guerra de los mundos" de Herbert G. Wells, la tierra es invadida inconteniblemente por seres extraterrestres y la sangre de los humanos convertida en truculento manjar de aquellos, pero, cuando todo está irremediablemente perdido, al final de la obra los virus de nuestro planeta son los que acaban providencialmente con los invasores salvando así a la humanidad.
En el tercer milenio de esta era, y superando la profusa imaginación de Wells y de muchos escritores en su género de ciencia ficción, es uno los virus que ha producido y propalado la sociedad moderna y de insaciable consumo el que, contrariamente, viene diezmando a los propios habitantes de nuestro mundo actual, con más de 22 millones de infectados y 800 mil muertos, a la fecha.
De esa apocalíptica cifra, más de medio millón de contagiados y casi 60 mil fallecidos son nuestros. Lo cual obliga a entender que ésta es una guerra del mundo y de nuestro país en su conjunto contra el letal enemigo.
Esto que parece de elemental sentido común no ha sido entendido de ese modo, al parecer, desde la declaratoria oficial de la pandemia, por parte del gobierno de Martín Vizcarra, quien ha pretendido manejar la crisis sanitaria y el destino de 30 millones de peruanos solo con sus ministros y pecando de ingenuo optimismo, al pensar que iba a conjurarla en algunas semanas, gracias a la cuarentena obligada y las medidas económicas dictadas con insuficientes bonos sociales.
Recientemente, y motivado tal vez por el origen castrense del premier Walter Martos, Vizcarra ha referido en su última conferencia que "ésta es una guerra que libramos todos los peruanos y hay que resistir desde nuestras casas", pero refiriéndose solo a la restricción impuesta para los domingos; cuando, rota la cuarentena, de lo que se trata es de movilizar a la sociedad peruana en su conjunto, como sucedería en un conflicto bélico ante un enemigo poderoso.
Ni Caín ni Abel
Dicha movilización debe ser de carácter institucional, no individual ni multitudinaria, obviamente; todas las instituciones deben participar de una u otra manera: los poderes del Estado y los órganos constitucionales desempeñando sus funciones con premura y en coordinación, teniendo como eje central el combate a la pandemia, sincerando las cifras de contagios y fallecidos, y dejando de lado mezquinas luchas fratricidas que terminan deslegitimando a los contendores; los gobiernos regionales y locales que debieron ser convocados desde el primer día y no al segundo mes, sobre el tema del transporte y comercio informal, así como el de atención primaria de salud; y, la Iglesia, como ya lo viene haciendo loablemente con la provisión de oxígeno y la campaña Resucita Perú.
A eso debe sumarse las grandes empresas del sector privado y que fueron beneficiadas con más de 60 mil millones de soles del Estado, en préstamos privilegiados y coberturas de garantía, así como los bancos y consorcios que hicieron millonarios aportes a conocidas campañas electorales de la derecha política, asumiendo el pago de contribuciones extraordinarias de emergencia, que permitan asegurar una auténtica y suficiente distribución de bonos mientras dure la pandemia; los colegios profesionales, que (a excepción del CMP) no aparecen aún, ellos pueden encargarse del rastreo entre sus agremiados y familiares; las universidades aportando voluntarios para el reparto de mascarillas, víveres y otros (la UNMSM, por ejemplo, ya participa en pruebas sobre la vacuna); los partidos políticos igualmente a través de sus padrones de afiliados; los dirigentes sociales en valiosas labores de orientación sanitaria en sus comunidades; y, los actores en las de educación mediática, tan necesaria durante este tiempo para introducir en el inconsciente de la ciudadanía la importancia vital de dichas medidas.
Todas las instituciones y sectores deben ser convocados por el presidente de la república, porque éste encarna a la nación, teniendo en consideración que el objetivo supremo es salvar la vida y salud de la población más necesitada; como sucede en toda guerra, donde los primeros en ser protegidos son los más desvalidos. No esperemos llegar a fin de año a la tétrica suma de 100 mil fallecidos.
La hora actual demanda de una real acción de unidad nacional, sin cálculos políticos, ni abominables aprovechamientos de impunidad; los liderazgos se ganan demostrando el mayor sacrificio en la guerra contra el enemigo común y no jugando a ser Caín y Abel. La ley juzgará en su momento los casos de corrupción y negligencia criminal que en este vía crucis puedan haberse producido; pero ya no será el virus, sino el implacable tribunal de la historia el que condene a quienes solo se sentaron a contemplar el entierro de los cadáveres para luego degollar y disfrutar la sangre del sepulturero, como en la obra de Wells.