Llevada, en gran parte, por el transporte aéreo, la infección del COVID-19 se ha hecho universal. Ataca a todos los que puede, sin discriminaciones. Sus víctimas son, por ahora, los seres humanos, algunos o muchos de los cuales cooperan con él, transmitiéndolo.
Es un virus similar a otros que causan la gripe, pero más agresivo. Lo descubrió en 1964 la microbióloga escocesa June Almeida, casada con un actor venezolano. Tomó muestras del fluido de la nariz de varias personas con gripe, las puso en el microscopio electrónico y lo vio: un infinitesimal ser vivo, esférico y con prolongaciones semejantes a la corona de la reina de Inglaterra. Le causó gracia y lo llamó coronavirus. Cuando dio a conocer su descubrimiento en un artículo, la ningunearon. Pero lo que ella había hallado no pasó desapercibido para otros más inteligentes y menos egoístas. Ahora se han acordado de ella.
Tan temible atacante viaja en las gotículas de saliva de quienes lo tienen que se esparcen cuando hablan, como un pulverizador, hasta un metro delante, penetra en los otros cuerpos humanos por la nariz, la boca y, a veces, los ojos, que se comunican con la nariz, se mete en la garganta, incuba allí unos días, multiplicándose, y pasa a los pulmones. Las defensas del cuerpo humano detectan a los invasores y se traban en una lucha a muerte con ellos. La alternativa es: o las defensas vencen, matando a los invasores; o estos las matan a ellas y matan al afectado. La posibilidad de que triunfen las defensas aumenta si conocen ya a esos enemigos y disponen de los anticuerpos necesarios, lo que pueden lograr con las vacunas.
La lucha del cuerpo humano contra otros enemigos, como esos, o más grandes, como las bacterias, los hongos y los parásitos, es permanente.
Esto nos lleva a preguntarnos, de nuevo, qué es biológicamente el cuerpo humano, y la respuesta es: un conjunto superorganizado de billones de células especializadas en funciones que han evolucionado desde que apareció la vida sobre la tierra hasta convertirnos en la especie animal dominante de las demás especies.
A las células las vio por primera vez, en 1665, el inglés Robert Hooke con un microscopio que él mismo hizo y le puso ese nombre por su parecido con las celdillas de las abejas. En 1830 Theodor Schwann y Matthias Schleiden, alemanes, descubrieron las células humanas.
La evolución de estos conjuntos de vida ha sido el resultado de un combate constante y mortal contra otros conjuntos, combate regido por la ley de la selección natural, por la cual se imponen o vencen los individuos más aptos, que pueden serlo por su fuerza, constitución, reacciones o número, y en la especie humana, además, por su inteligencia y organización. Charles Darwin descubrió esta ley y la expuso en su libro El origen de las especies por medio de la selección natural, publicado en 1859. En su libro El origen del hombre dijo: “El hombre puede tomar de animales inferiores, o comunicarles a su vez, enfermedades tales como la rabia, las viruelas, etc., hecho que prueba la gran similitud de sus tejidos, tanto en su composición como en estructura elemental, con mucha más evidencia que la comparación hecha con la ayuda del microscopio o del más minucioso análisis químico.” (El origen del hombre, cap. I). Esta vez, el Coronavirus, en un salto triple, ha pasado de los murciélagos, que conviven con él, a algunos hombres y mujeres no adaptados para soportarlo y de ellos ha migrado a otros.
Con el ataque del Coronavirus estamos, pues, ante otro episodio de la selección natural. Sobrevivirán los más aptos que, en el caso, son los que poseen defensas más firmes, por lo general las personas menores de 60 años, y los que sepan defenderse. Saber defenderse implica conocer al enemigo y sus vías de penetración en el cuerpo humano y, consecuentemente, impedirle que ingrese, o sea, mantenerlo a raya, fuera de nosotros.
Ya se conocen los medios de defensa: 1) aislarse en las casas o departamentos en los que se habita; sólo salir adonde haya gente cuando sea estrictamente necesario; las personas mayores de 60 años deberían quedarse en casa, salvo que no tuvieran otra persona con la cual vivan; 2) al salir a ambientes con gente llevar siempre la mascarilla, anteojos, y guantes si es posible; 3) lavarse bien las manos con jabón cuando se retorna a casa; las cosas tocadas por personas infectadas, como los pasamanos, las manijas, el dinero y otras podrían ser un puente de transmisión del virus; 4) desinfectar los zapatos con una solución de legía y lavar la mascarilla y la ropa usada en la calle con jabón; la luz del sol es un desinfectante natural, no por el calor, sino por los rayos ultravioleta; un par de horas de exposición pueden bastar; 5) tomar una tableta de vitamina C, 1 gr. por día para reforzar las defensas.
Entre los menos aptos frente al Coronavirus se encuentran las personas que no se informan sobre este; los indolentes y negligentes activos y pasivos que prescinden de someterse a las medidas de protección; y las personas con menores ingresos que habitan en ambientes congestionados o carecen de servicios de agua y desagüe, y que, a pesar de esta situación, deberían ser más cuidadosos.
Es evidente que la propagación de esta pandemia se debió, en los primeros momentos, al desconocimiento de su peligro y a la reacción tardía de los gobiernos. Quienes portaban el virus lo transmitieron libremente. Cuando la infección se extendió y se supo lo que significaba, la contaminación corrió a cargo de los indiferentes y negligentes y de los portadores asintomáticos. Después que los gobiernos dispusieran ciertas medidas obligatorias de protección, teóricamente ha debido terminar la propagación del virus en unos quince días. No ha sido así. Los casos han continuado hasta hacer colapsar los hospitales. Todo lleva a indicar que son los negligentes los afectados y causantes de la transmisión a otros descuidados.
Si está probado que las medidas de protección son eficaces —puesto que de otro modo no se les recomendaría— el país debe ya reintegrarse paulatinamente a la normalidad y permitir la reanudación del trabajo en las empresas y la administración pública, todos usando los indicados medios de protección. La asistencia a las escuelas y las reuniones deberían aún esperar. Para las demás personas la regla debería ser: salir a la calle sólo cuando sea estrictamente necesario.
Hasta que la conciencia social sobre la importancia de las maneras de defenderse sea más sólida, se requerirá exposiciones de información y consejo e instrumentos jurídicos obligatorios para la ejecución de ciertos comportamientos de relación social.