Las meseras son las actrices que te llevan, junto a una sonrisa amable, la carta para que elijas el platillo que te calmará el hambre del día. Aunque existen también hombres meseros, hoy nos concentraremos en ellas, en esas mujeres valientes que todos los días esperan con paciencia a todo tipo de comensales, desde los más gentiles hasta los más desagradables.
Trabajé dos semanas en una pollería en un barrio remoto y tranquilo de Carabayllo. Quedaba en una casa negocio de cuatro pisos en la que en cada uno de ellos encontrabas una historia distinta. La pollería, decorada con flores artificiales como las sonrisas de las azafatas, se encuentra en el primer piso de esa casa.
Era un manso lugar en el día, pero que en la noche se convertía en un laberinto de comensales que pedían algo para comer, a veces, entre gritos, fastidio y soledad. Allí conocí a Miriam, una chica de 21 años, nacida en Lima, pero con sangre de la Amazonía por parte de sus padres. Ella empezó a trabajar dos días después de esta redactora de sucesos. Laboraba con dedicación corriendo de un lado a otro, limpiando y siguiendo las órdenes del parco dueño del local.
Vi lo curioso que es cómo los comensales llegan y reciben la sonrisa amable de una azafata, sin saber lo mal que la pueden estar pasando. Esto sucedía con Miriam, quien hace menos de un año y medio había dejado su carrera de contabilidad que tanto amaba al quedar embarazada. Quizá, por esto, el tiempo parecía ser más corto para ella. Casi siempre llegaba unos minutos después de la hora de entrada. Incluso, un par de veces llegó con su pequeña hija, pues no tenía con quién dejarla.
La niña recién había aprendido a pisar tierra sola. Era tranquila la mayor parte del tiempo; pero, cuando la pollería se llenaba, ella se alteraba y corría hacia la calle donde pasaban, con velocidad desmedida, esos monstruos de acero con cuatro llantas y bocinas escandalosas. Miriam tenía miedo de que algo pudiera pasarle pues a dos minutos de allí, en otra pollería, habían atropellado a un niño de tres años quién murió en el acto.

Así es como a pesar de que una mesera tenga mil y un problemas, siempre tiene que poner un buen gesto, como una gran actriz, y atenderte como si nada malo estuviera pasando. El reconocimiento hacia ellas es precario e injusto en la mayoría de los casos. Aunque nos pagaban bien, no en todos los lugares se corre con la misma suerte.
Y tristemente como a toda mujer en un país altamente machista, lleno de tantos acosadores, pederastas y violadores, siempre se tiene la posibilidad de sufrir acoso. Ambas lidiamos con un tipo que, con aires de grandeza, escogía el plato más barato. Y que cuando terminaba de comer y se iba, se quedaba afuera del local un largo rato, como un lobo intentando cazar una presa. El dueño del local nos dijo tranquilamente “seguro está bromeando”. No era broma. Hay que tener en cuenta que solo en el primer mes de este año ocurrieron 12 feminicidios, uno de ellos en Carabayllo por un hombre que ahorcó a su expareja. Las cifras están ahí, las bromas no llevan acoso y las bromas no matan. Alguien debe detener a esos supuestos “bromista”.
Miriam sueña con empezar nuevamente sus estudios, planea trabajar seis meses y juntar lo suficiente para un ciclo de carrera y luego ir alternando el instituto con un trabajo de medio tiempo. Todo lo tiene calculado, solo le falta encontrar con quién dejar a la niña. El padre de la pequeña trabaja en la misma pollería llevando pedidos, no viven juntos, pero se llevan bien; la madre de Miriam trabaja cama adentro en otro distrito; sus hermanos están en la selva y su padre no quiere saber nada de ella luego de su embarazo. A pesar de que tiene una familia extensa, parece estar sola.
El papá de la pequeña, Raúl, es un joven de 24 años quien estudió marketing en la Universidad César Vallejo. Ambos se conocieron cuando él era su profesor en unas clases de baile que dictaba por pasión a este arte. Se llevaron bien y luego de dos años de relación ella quedó embarazada. La vida de ambos futuros padres dio un giro de ciento ochenta grados. Raúl tuvo que buscar otros empleos rápidamente, porque los gastos que se les avecinaban eran muchos. Intentaron seguir como pareja una vez que nació la pequeña de sonrisa dulce, pero el amor se acabó y se separaron. Actualmente se llevan muy bien, podrías verlos y dirías que son mejores amigos.

Miriam vive, por ahora, en una casa pequeña, pero cómoda y lo suficientemente cálida de amor para estar tranquila con su hija. Los martes se han vuelto sus días favoritos, porque es su descanso y es cuando aprovecha para pasar tiempo con su pequeña a la que lleva a pasear o simplemente con la que se queda en casa para ver películas y disfrutar del tiempo. Pero, pronto viajará a la selva a visitar a sus hermanos y aún no sabe si la niña irá con ella o se quedará con su padre. Le preocupa separarse de la persona más importante en su vida.
La vida de una mesera no es fácil, es un trabajo sacrificado, con penurias, miedos e incertidumbre por quien lo vive. Esto me hace replantearme, y deberíamos hacerlo todos, que cuando lleguemos a un restaurante, pollería o a donde nuestra hambre nos lleve, debemos de ser amables con quienes nos atienden porque detrás de esas sonrisas puede haber un rostro triste y temeroso que solo busca tener calma algún día.