La palabra ébola produce espanto, especialmente en África. El terror está justificado pues esta enfermedad puede ser letal hasta en el 50% de los casos y las formas de contagio son muy variadas y por tanto difíciles de prevenir. Antiguamente se la conocía como fiebre hemorrágica del ébola y ahora como enfermedad por el virus del ébola.
En el 2014, durante el verano, este flagelo resurgió con fuerza en el África Occidental y la primera reacción, la más inmediata, no fue la de la Organización Mundial de la Salud, sino la de los omnipresentes mercados: las acciones de las firmas farmacéuticas dedicadas a investigar sobre él ébola y a producir los medicamentos y las vacunas necesarias para controlar el mal, subieron al cielo.
Las acciones de Tekmira treparon un 50% y las de Bio- Crist un 90%, ambas compañías farmacéuticas dedicadas a trabajar sobre la contención de ese temible virus. Como vemos el mal de unos puede significar la alegría y la abundancia para otros. No estoy emitiendo un juicio de valor, solo hago esta constatación de Perogrullo pues la especie humana, más allá de sus virtudes alberga perversidades potenciales que no detendrían a algunas personas a provocar una epidemia para embolsar más dinero.
Si en la Segunda Guerra Mundial murieron 50 millones de seres humanos, no veo por qué un par de miles más no pueden morir por una enfermedad sembrada. Si no tuvieron contención para lo más, por qué han de tenerla para lo menos. Hubo algo parecido en la década de los 60 cuando se difundió en un tercio del planeta una enfermedad aviaria para la cual ya se había descubierto la cura. Ayer los laboratorios solo buscaban remedio para las enfermedades hoy lo hacen también, pero, simultáneamente, buscan enfermos para nuevos medicamentos que no tienen una clientela que los hago significativos en los mercados.
Algo semejante ocurre con los conflictos internacionales y algunos conflictos internos, los mismos son azuzados por quienes se enriquecen fabricando armas y vendiéndolas a quien quiera comprarlas.
La realidad es así y no podrá ser de otra manera mientras el valor supremo sea la acumulación de dinero y de poder. Predicamos valores, pero llenamos las cuentas bancarias burlándonos de lo que predicamos. Si se ha llegado a desaparecer a sabios que inventaban, para combatir el calentamiento global, autos que no precisaban petróleo, por qué hemos de creer que quienes se zurran en la destrucción del planeta, no han de zurrarse en destruir un insignificante ser humano.
Estos son los tiempos que vivimos y las respuestas, hasta ahora, siguen amodorradas en la oscuridad pues, en todo caso, es preferible vegetar en la modorra, que recibir un par de balazos.