La novela policial británica consiste en que Lady Elizabeth envenena a Sir Mortimer con bombones franceses porque se aburre en un domingo o por heredar un castillo del siglo XV dotado de fantasmas que arrastran cadenas más pesadas que las cadenas de televisión. En cambio, la novela policial estadounidense es algunas muertes a balazos en el claroscuro de un callejón sin alcurnia: crimen ordenado por un comisario o un senador, y delito por el que circula una mujer fatal que miente con la soltura de un pronóstico del tiempo.
Dashiell Hammett fue el hombre sin alcurnia y con algunos balazos en su vida, quien inventó la novela policial realista en los Estados Unidos. Mucho antes, otros habían escrito cuentos policiacos en aquel país enorme, mas con tendencia a lo Edgar Allan Poe: juegos de misterio y de elegancia en los que los malos eran tan agradables que uno los invitaría a tomar el té; pero con Hammett fue otra cosa.
Samuel Dashiell Hammett nació el 27 de mayo de 1894 en una familia de granjeros del estado de Maryland. A los trece años abandonó la escuela para trabajar en lo que fuere, que siempre hay. Su rumbo en tumbos lo llevó a la Agencia de Detectives Pinkerton, que rompía misterios, huelgas y cráneos de huelguistas. Para Dashiell, ese trabajo duro e hirviente fue una sobredosis de realidad que enriquecería sus escritos. En 1917, Hammett se alistó como soldado para cambiar de violencia, pero la tuberculosis le dio de baja, y los Estados Unidos ganaron la Gran Guerra sin él; sin embargo, después, otra guerra le haría una oferta que no pudo rechazar.

Las cinco y media
En 1920, a Hammett lo inquietó la literatura que se cultivaba cual cizaña en revistas de barato papel de pulpa (de aquí, pulp fiction), como Black Mask (Máscara Negra). Eran destilerías de historias de detectives y ladrones ―que a veces no eran los mismos―, y en las que el ya whiskófilo Dashiell se encontró en su líquido elemento. Para esas revistas, Hammett escribió cuentos que convertiría después en novelas, como Cosecha roja (1929) y La maldición de los Dain (1929), en las que el héroe carece de nombre, pero no de principios.
El «agente de la Continental» se enfrenta con bandas que se han repartido ciudades y libran guerras entre sí cual viejos reyes europeos ―aunque en cierto modo fracasan pues consiguen menos muertos―. Dichas ciudades son sitios irrecomendables en los que ―como decía el poeta Rodolfo Hinostroza― un juez es más barato que un taxi. Es que la virtud no tiene precio, pero el vicio sí. En tales novelas, el héroe es antihéroe, y los políticos se entregan a la corrupción como a un programa de gobierno (esta vez lo cumplen).
Porque con malas costumbres pueden dirigirse buenas películas, Akira Kurosawa se basó en Cosecha roja para filmar Yojimbo (1961), ambientada en el Japón del siglo XIX. En 1964, Sergio Leone estrenó Por un puñado de dólares, ambientada en el lejano Oeste (visto desde aquí), cinta que se basa en Yojimbo, película que se basa en Cosecha roja (aquí hay más bases que en el Partido Aprista del tiempo ha). A causa de los parecidos entre las cintas, Kurosawa le metió a Leone un juicio de película, como es lógico entre cineastas. En 1996, Walter Hill estrenó El último hombre, cinta ambientada en los Estados Unidos del decenio de 1920, más cercana (aunque disparen) a novela original.
La novela La llave de cristal (1932) levanta hasta el paroxismo las nupcias del delito y la política: sociedad anónima en un país al que la prohibición del licor y la depresión económica habían vuelto tierra de aventureros y desesperados; es decir, por la ley seca liquidaban a la gente (nótese el juego de palabras).
El halcón maltés (1930) crea al detective Sam Spade, quien a su vez crea a Humphey Bogart. En esa novela-laberinto están marcadas todas las cartas ―hasta las de los restaurantes― y los personajes se traicionan desde el desayuno y en pos de un halcón de oro macizo que, al final, se lo vuelan otros.
Sam Spade es el padre-Adán de los detectives solitarios, cínicos y desconfiados, pero que se salvan a sí mismos pues ―en alguna página de la novela o de la vida― rechazan el soborno de la caricia o del dinero. John Huston dirigió El halcón maltés en 1941 y fundó el «cine negro», de diálogos punzocortantes, y de luces y sombras que tal vez hubo pintado un Caravaggio huido de Alcatraz por amor al séptimo arte.
El hombre delgado (1934) fue la última novela de Hammett, coprotagonizada por el matrimonio de Nick y Nora Charles. Más irónica y menos bullente de sociología sangrienta, abrió las puertas de oro de Hollywood para Dashiell Hammett. Se filmaron seis películas con esa pareja de detectives, y no contemos las series de radioteatros que la emplearon: voces criminales que ya hacían presagiar a las de Vicente y Alejandro Fernández.
Tiempo después, Dashiell Hammett empezó a escribir su sexta novela en la peor forma (demasiadas veces) y a deshacerse del alcohol, su más frecuentado vecindario: fracasó en ambos propósitos. Aquella novela, Tulip, quedó inconclusa, pero Dashiell se divorció del alcohol a fines de los años 40. Simbad se quedó sin el genio de la botella.

Guerra y cárcel
En 1921, Hammett se casó con la enfermera Josephine Dolan, con la que engendró dos hijas (una, Jo, sería su biógrafa); se divorciaron en 1936. Antes, en 1931, Hammett había conocido a la dramaturga Lillian Hellman: durante muchos años, su «compañera sentimental». Algo de su convivencia tumultuosa consta en Julia, la cinta biopolítica que Fred Zinnemann dirigió en 1977.
Hammett y Hellman trabaron una pareja perfumada de aplausos y de luces en las fiestas de Hollywood ―según Joan Mellen en La legendaria pasión de Lillian Hellman y Dashiell Hammett―; es decir, fueron una de esas parejas doradas que por las noches dudan entre calentar la cena o enfriar el whisky. (Cuando hace calor, los whiskies son como los gobiernos: hacen lo que pueden.) Lillian y Dash se separaron a inicios de los años 50 tras ser uno de esos amores largos y confusos en los que, al fin, nadie sabe por qué quién es cuándo qué de cuál. Ya no convivieron, mas los unió una plácida amistad: el amor consumido por el fuego.
Entre 1930 y 1937, en sus años de vino y rosas, Hammett fue militante del Partido Comunista de los Estados Unidos y se afilió a las causas antifascistas de entonces, como muchos personajes de Hollywood que, además de actuar, pensaban. A los 48 años, Hammett se alistó voluntariamente cuando su país entró en guerra contra el Japón, y su destino fueron islas del Pacífico en cuyos cuarteles escribía artículos para revistas del ejército. La suya fue una apacible residencia en los mares. En una carta, reveló a Hellman que solía convencer a los soldados de que la falta de mujeres no causaba la calvicie, lo que tal vez evitó algunos suicidios, muy reprobables en las guerras, cuando la muerte tiene otros planes.
Tras la hasta ahora Segunda Guerra Mundial, Hellman y Hammett siguieron apoyando a grupos de izquierda, como el Congreso de Derechos Civiles. En 1951, Dash fue un fiador de antiguos camaradas a quienes se les había concedido libertad condicional; sus amigos huyeron, y los jueces acusaron a Hammett de complicidad y lo encarcelaron durante seis meses para que aprendiera a respetar las leyes que lo defendían contra sus propias ideas. Los jueces habían descubierto que la cárcel es una forma muy segura de evitar la fuga de talentos.
Todo corre a su fin
En marzo de 1953, el senador Joseph McCarthy llamó a Hammett a declarar ante el Comité de Investigación de Actividades Antiamericanas (Antinorteamericanas, Antiestadounidenses, etcétera) sobre sus antecedentes políticos, pero Hammett se negó a responder preguntas que podrían incriminarlo en un eventual juicio. (Eso de que «la verdad os hará libres» merece cierta reconsideración.) Aquel juicio nunca se produjo, mas las autoridades retiraron los libros de Hammett de las bibliotecas públicas y los quemaron en las calles junto con los de Thomas Mann (Diane Johnson: Dashiell Hammett, página 21), al calor de tan buena compañía.
El FBI siguió espiando a Hammett hasta su muerte (lo bueno de que nos espíen es que nunca nos dejan hablando solos). Hoy, el recuerdo temeroso de aquellos años favorece a quienes sufrieron represalias del macartismo, pero algunas voces procuran equilibrar la balanza. Para Terry Teachout, un crítico de libros de The New York Times, Hammett y Hellman fueron dos estalinistas contumaces que no censuraron a Stalin cuando este ejecutó sangrientas «purgas» entre sus camaradas ni cuando se alió con Adolf Hitler en 1939. Teachout recuerda que Hellman escribió que la Unión Soviética era «el ideal de un Estado democrático».
Las represalias políticas y, por tanto, fiscales, empujaron a Hammett a los altibajos de la pobreza. Lillian Hellman y otros amigos se unieron para cuidarlo, pero una vieja tuberculosis y un cáncer de pulmón ganaron el último juego, que se terminó en el más allá. El problema de los ateos es que, sin son habladores y si un dios existe, después de muertos se quedan con la palabra en la boca.
Tornando a Dashiell Hammett, expresemos que él había cursado los años con altiva independencia, y le costó aceptar que lo mejor ya había quedado atrás: hay un momento en el que parece que las fiestas y la vida duran demasiado. Lillian lo cuidó hasta el fin del destino, que llegó a buscar a Dash en el Hospital Lenox de Nueva York en la noche de nieve huracanada del 10 de enero de 1961.
En los libros de Dashiell Hammett, los argumentos son realistas, pero los héroes son románticos. Vuelven a su oficina de suburbio tras haber matado unos dragones, pero con la obscura sospecha de que algunos más, alguna noche, en algún lugar, harán algo que está fuera de la ley, aunque sean los mismos dragones que hacen las leyes.