En el 2004, el poeta Marco Martos escribió que Víctor Hurtado Oviedo tiene la sensatez de Miguel de Cervantes, el amor por la precisión del lenguaje de Jorge Luis Borges, la memoria enamorada de Julio Ramón Ribeyro, la inocencia y el sarcasmo de Abraham Valdelomar. El vate le encontró más parentelas literarias, pero las dejaremos para después porque no queremos sonrojar al cumpleañero.
Víctor Hurtado Oviedo es el Ronaldinho Gaúcho puesto en literatura. Es un gigante de la prosa. Ensaya mucho antes de escribir un ensayo. Pule una frase hasta dejarla brillante. Le da tantas vueltas a una ocurrencia que esta termina convirtiéndose en una gran idea. Si tiene una verdad en las manos, la lanza como una piedra sabiendo que puede romper vidrios, pero con la convicción de que la verdad siempre ayuda.
Hurtado admira a Francisco de Quevedo, a Denis Diderot, a Francisco Umbral, y uno imagina ya de qué está hecho este periodista literario que hoy cumple 70 años, rodeado de cariño familiar en la plácida Costa Rica. Hurtado huye de las cámaras. Le desagrada la fama, pero ha logrado el prestigio.
―Yo detesto la fama, y viceversa ―me dijo una vez.
A Víctor Hurtado no le gusta escribir, según afirma, y habla en serio. Después se ríe de sí mismo: “He vivido del odio. Como odio escribir y he trabajado escribiendo en diarios y revistas, entonces he vivido del odio”.
Mark Kramer sostiene que el periodista literario no representa, ni defiende ni habla en nombre de una institución, un periódico, una compañía, un gobierno, una ideología, un campo de estudio, una cámara de comercio o un lugar turístico. Kramer añade que el periodista literario es voz desnuda, sin protección burocrática: habla por sí misma.
La voz de Víctor Hurtado Oviedo es independiente; lleva el silbido de una ironía endiablada; contiene emoción, furia y amor por las palabras. Hay que buscar a Víctor Hurtado Oviedo. Su libro Otras disquisiciones puede leerse actualizado y libremente en Internet. (https://www.otrasdisquisiciones.com/)
Hay que aprender de su prosa de aluminio (ligera y brillante). En el Perú hay pocos periodistas literarios que merecen el homenaje de las obras completas. César Hildebrandt es uno de ellos, César Lévano también. Víctor Hurtado Oviedo está en la lista. Ellos hacen que el periodismo sea el encuentro feliz de la verdad y la belleza.
Leamos algunas respuestas del cumpleañero.
—¿Festejará sus setenta años con Javier Solís o con la Sonora Matancera?
―Las disyunciones son crueles; por tanto, con uno y otro. Si Javier hubiese grabado con la Sonora, este otro gallo cantaría ―nunca mejor dicho―. Para que se inicien los no iniciados, recomiendo escuchar Humo en los ojos, con Javier Solís, y Mi Redención, con la Sonora Matancera. Redención es un barrio de La Habana.
—¿Qué le agrada más: la música o la literatura?
―No se excluyen: es bueno gozar de más de un paraíso en la Tierra. En el Cielo ya debe de haber mucha gente. Obviamente, no gusto de toda la música ni de toda la literatura. En música prefiero la de origen cubano, que es múltiple, como el bolero, el son y sus derivados. No olvidemos las baladas. En literatura, los temas me interesan poco: prefiero la creatividad retórica; es decir, el empleo de figuras literarias. No es lo mismo escribir “Con sogas, los tramoyistas mueven los telones de un teatro” que imaginar “Los tramoyistas son los marineros del teatro”, greguería de Ramón Gómez de la Serna.
―¿Por qué le gusta leer ensayos?
―Porque quiero saber cómo el autor afronta un tremendo desafío literario. En los ensayos están solos el autor, sus ideas y la retórica. En el ensayo no valen los diálogos, las situaciones, los movimientos de los personajes. El cuento tiene estos recursos; el ensayo no. Si sale bien, el ensayo resulta ser un soneto del pensamiento. ¿Ejemplos? Sería excesivo intentar una lista. Por ahora, hasta que yo cumpla ochenta años, quedémonos con los ensayos que Luis Loayza dedicó al Inca Garcilaso y a Abraham Valdelomar, y también con el divertido ensayo “Vals variable”. Todos están en el libro El sol de Lima.
—Una pregunta celeste: ¿qué es para usted la vida?
―Es una carrera de velocidad que merece demorarse cuando se encuentran razones para disfrutarla: el amor de la familia, el afecto de los amigos, la literatura, la música, el cine y el chupe de camarones ―el templo barroco de la cocina peruana―.
—¿Puede mencionar cinco autores que le parecen imprescindibles?
―En desorden: Francisco de Quevedo, Paco Umbral, Abraham Valdelomar, Ramón del Valle-Inclán, Manuel González-Prada, Álvaro Cunqueiro, Jorge Luis Borges, José María Arguedas y César Lévano, por citar solamente a quienes ya han fallecido. Me parece que son más de cinco, pero yo soy un hombre de letras y el peor sujeto para los números. Del Ministerio de Educación iban comisiones a mi colegio porque no creían que yo existiese. Esta es la única forma en la que logré importar sin ser importante.
—¿Por qué la ciencia y el arte deben caminar de la mano?
―El arte debe ser libre; que no pregunte: que sea. Las que deben coincidir son las ciencias y la filosofía. Para ser verosímil, toda filosofía debe tener algún vínculo con las ciencias naturales: la física, la química y la biología. Si no es así, los filósofos terminan alucinando. Sus reinos no serán de este mundo, y lo peor es que los otros mundos tampoco los querrán.
—¿Hay algún músico menor de cuarenta años que le agrade?
―Ninguno, y es que, en realidad, no los conozco. Por supuesto, mi ignorancia no significa que no haya millones de grandes compositores y buenos cantantes, hombres y mujeres; simplemente significa que me quedé estacionado en la música que me acompañó mientras crecía hasta los veinte años: es mucha, y no he terminado de oírla toda otra vez. El último cantante que seguí fue José Cheo Feliciano, un grande.
—¿Qué lee en estos días?
―Vivo más disperso que explicación de ministro, pero esto me ha ocurrido siempre. Hay que diversificar las lecturas, no solamente las exportaciones. Muchas veces dejo sin terminar los libros que pierden interés para mí: me bajo en cualquier esquina; felizmente, los libros tienen cuatro. Vivo en la mitad de las Memorias de ultratumba, de François-René de Chateaubriand, felizmente interminables. Visito a veces una biografía de Hannah Arendt, más larga que la vida de su personaje.
También leo El sueño de la inmortalidad, libro sobre el envejecimiento del cerebro, del neurólogo Francisco Mora Teruel (no se confundan: no trata del envejecimiento del cerebro del autor, quien sigue muy vivaz). Por tercera y última vez, trato de aprender latín con el manual de Eduardo Valentí Fiol, un clásico. El latín es una lengua muerta que deberían imitar las de algunos oradores. Pretendo releer El olvido de la razón, de Juan José Sebreli, quien dispara amenamente contra las memeces de los filósofos irracionales.
Terminé hace poco La neoinquisición, del político liberal chileno Axel Kaiser, quien no deja tontítere con cabeza del infame pensamiento “políticamente correcto”. Acabo de recibir un ejemplar electrónico de El patriarcado no existe más, de la filósofa argentina Roxana Kreimer, amiga heroica que también desface entuertos en videos en Internet: más que superrecomendables. Siendo muy niño, yo era el arquero de mi cuadra, en Breña. Ahora sé que todos mis problemas empezaron cuando me enseñaron a leer.
FOTO:
El poeta Antonio Cisneros, el cumpleañero Víctor Hurtado Oviedo, el historietista Juan Acevedo y el maestro César Lévano frente a una xilografía de Julio Ramón Ribeyro hecha por Carlos Bernasconi. La foto es de diciembre del 2004 en el Instituto Porras Barrenechea.