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Este artículo es de hace 3 años

Javier Solís: Entre reyes

Crónica músico-literario-sentimental de un viaje a la ciudad de México, donde surgen rumbas, mambos y tumbas.
Víctor Hurtado Oviedo

En lo alto del día

Aunque rodeado de muertos, me siento muy solo. Ninguna otra alma viva sube la cuesta de este cementerio, que ya va haciéndose pirámide azteca bajo un sol que cae con violencias de gamonal. En el vehemente mediodía, ni un alma camina por esta necrópolis. Muy abajo, al pie del sendero, el pórtico aún canta: Panteón Jardín, con breve elocuencia; pero hay que seguir más allá pues arriba, en su Olimpo mestizo, aguardan los dioses. Las lápidas ya no saben cómo matarse el tiempo entre condominios de tumbas. Los árboles trenzan sombras poblanas, pero no existe ni un asiento de piedra en esta ruta: desde que privatizaron los bancos, no hay dónde sentarse en los parques. La sed riega todo el camino, y esto le pasa a uno por no hacer ni ejercicios espirituales. Del gimnasio sólo conozco la etimología. El Sol plancha el aire contra las paredes de los nichos; el calor relumbra en las paredes con un albor tan blanco que los ángeles lo cortan para hacerse túnicas y estar más presentables en el Juicio Final. El mediodía es aquí la sauna de los muertos.

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Por fin, más allá, el sendero quiebra una esquina; a la derecha se acerca el huerto cerrado de los grandes, hortus clausus de la Asociación Nacional de Actores de México. ¿Cuánto ha durado este viaje? Toda la vida: cuarenta años de memoria, kilómetros por miles, un avión, un taxi pirata, un subterráneo pleno de calor humano, tres ómnibus enloquecidos por el estruendo del Distrito Federal, y la cuesta que asciende más allá, hasta la tumba de Javier Solís, señor de Sombras.

El huerto es un enorme cuadrilátero ceñido por muros; las tumbas, negras piezas de dominó esparcidas sobre el pasto. Algunas están rotas, con las cruces en el suelo; falta que les salgan manos como lirios en un ensayo del Juicio Final. A esta gente la ha rematado el olvido. Ni Pedro Infante ni Jorge Negrete rondan por aquí; sus tumbas viven cien metros más abajo. A la izquierda, Pedro de Urdemalas (Amorcito corazón); a la derecha, incansable, descansa Fernando Soto, Mantequilla. A un lado deshabita Luis Arcaraz (Quinto patio); cerca, Tito Guízar; más arriba, el gran Álvaro Carrillo (La mentira, Sabor a mí); fue ingeniero y ahora, de noche, construye subterráneos para que se visiten los muertos. Al bajar un poco, se arrima la tumba de Salvador Chava Flores, «cronista musical de la ciudad de México». De Chava aparece grabado un pensamiento radiante: «Si volviese a nacer, querría ser el mismo, pero rico: nada más para ver qué se siente». Dices bien, cronista. El dinero da la libertad, aunque no la felicidad (avisen a los pobres; lo ricos ya lo saben).

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Entonces, ahora, más allá, cerca, en el centro de todo, bajo un pino seco que lo imita en la muerte, espera estas flores la voz absoluta: el ser en sí, la razón suficiente del canto, el Ontos con mariachis, la voz así debida, el Rey del Bolero Ranchero. Al lado, trazos de un arreglo floral: «Legión de admiradores de Javier Solís (1931-1966)». La N está invertida, especular: tipografía afásica de florista apresurado. Dice Javier que aquí la pasa muy bien, entre amigos («grata compañía» escribió el encantador Alfonso Reyes). Panteón: «todos los dioses». Encuentro mucho mejor a Javier. La muerte lo ha repuesto de la vida: ya sin pobreza, orfandad, ignorancia ni estirpes confusas, y con el vislumbre final de una familia modesta; después, siempre, nada más que la gloria. 

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Había que llegar a esta tierra sagrada: aquí, a lo alto, donde la piedra se entiende con el cielo.

Rumbo rumbero

El metro gigante —el metro y medio del Distrito Federal— nos expulsa como a hormigas bajo el enorme Palacio de Bellas Artes, blanco y frío por fuera, frío y art déco por dentro; pero yo voy hacia la competencia: voy me hacia el Teatro Blanquita, / donde el recuerdo palpita. La noche es joven; tanto lo es que no llega a mediodía. Bien visto, este desfase no ayudará a la aventura bohemia. «¡No importa!», aconsejaba José Enrique Rodó ante el infortunio. A doscientos metros del Palacio, la calle se ha hecho plebe; a trescientos metros, vibra la tierra sobre el lago porque vive el vero mero México que has de querer de a de veras: caras de indígenas, voces mestizas. México es vida, amistad, desprendimiento; México es como Pedro Infante: se hace querer. Lo mejor de México es que no se parece a Televisa.

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El Teatro Blanquita duerme cerrado a estas horas, indecentes para bohemios. Cartujos del pulque se estiran sobre trapos a las puertas del mito. Se alza blanco el Blanquita (nótese el juego de palabras). No es gran cosa por fuera; ancho sí, aunque plano. Letras negras avisan: Los Platters, clones de octava generación. Algo habrá hecho el tiempo, que ha quedado detenido; mas no se olvide que estamos ante las puertas cerradas de la Historia.

El Blanquita es un glorioso totum revolutum de ranchera, rock, huapango, chachachá, hip hop, rumba, vals, danzón, rap, bolero, son y mambo. Aquí aún bailan rumberas de cuerpo presente. El Teatro Blanquita es un mito con muerte y resurrección incluidas porque lo dieron por muerto, como a charro afrentoso y raptor, y aquí está, cuidándole la infancia a la Historia. El Blanquita y Roma son eternos. Ya venden entradas para apreciar, en directo, el Juicio Final. Habrá que ver entonces cómo José Alfredo Jiménez explicará al buen Jesús que él, músico egregio, sigue siendo el Rey. In illo tempore (años 50), el Teatro Blanquita fue la basílica del mambo porque —grecicemos— basílica significa «del rey», y aquí imperó el rey del mambo, Dámaso Pérez Prado, eviterno cubano universal. El mambo es un sueño de Dalí que baila Tongolele, y Dámaso Pérez Prado es el Góngora de las corcheas que se fue en Caballo negro. 

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Más allá, dos cuadras a lo largo de la Historia (a mano derecha), dormita el ágora de los mariachis. El mediodía nublado destiñe a la plaza Garibaldi. Gris es y cementérea. Es un cuadrado inmenso con peristilo dórico cual frontis. Ya que estamos casi en Grecia, añádase el decir que la plaza Garibaldi es a la música ranchera lo que el Partenón es a Occidente. ¡Oh, pueblos: venerad a los clásicos! 

Obviamente, vengo a visitar una estatua pues ahora roncan los mariachis su sueño de astros; pero uno, un músico antiguo, vestido de gris, yace sentado sobre un poyo cemental, medio a medias, a doce grados de inclinación y de alcohol, junto al monumento del único y supremo. Veo muy bien a Javier sobre su pedestal, con ese bronceado perfecto y metálico; lleva un sombrerazo en las manos cual si fuese el timón del bolero Carabela en el que navegó hacia la eternidad. Hablo con el charro sobrante de la noche; dice aliterando en ch: «Era chino y chiquito». «Vine a ver su estatua», respondo. El mariachi sonríe y aprueba. El borracho me da su voz de aliento. Amor y tequila hay en el timbre de su memoria.

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El Sol cierra su banco de nubes y sale a la plaza. El bronce de Javier relumbra y ya es de oro: Eternamente, escribió Alberto Domínguez.

Hacia el rey de Tacubaya

El café y la mañana amanecen fríos y oscuros en este centauro callejero de cafetín y microbús: un mostrador y cuatro ruedas, diligencia cansada de navegar en un océano de calles infinitas. En camiseta o sudadera literal, el único maître, cajero, chef, interlocutor válido, mesero y silbador se desplaza con la agilidad de un tigre del norte. Es una marioneta cachigorda en un retablo de cacerolas. Le pido unas tostadas, que llegan listas para poner una primera piedra, ¿o será que el chef, ajedrecista, hace tablas con los panes?

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—Provecho —me dice.

Le agradezco la atención, pero capto la ironía. El dueño porta bigotes cual pistolas que solo veíanse en el cine mexicano del tiempo ha, pero esas películas eran en blanco y negro, y este cajero-ajedrecista es en colores. En un descuido del buen gusto, la radio exuda la voz delincuente de «Luis Miguel», alias Pedro Infame, Tamal de Grasa, Gallo Claudio Cacafónico y Chancho Trinador.

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—¿Le gusta? —pregunto.

—Ni tanto; pero los clientes…

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—Avisemos a los ayatolás de Irán que el verdadero autor de los Versos satánicos es Luis Miguel.

—¿Mande?

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Le cuento que mi dosis diaria es de 60 minutos de canciones de Javier Solís (cada tema con su loco, y yo soy el loco de este tema). El mesero-silbador delibera un rato e interroga:

—¿Y no se cansa de oír a Javier Solís?

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—¿Se cansa Bin Laden de leer el Corán? —pregunto-respondo.

—Es verdad.

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Pago; cobra el cajero, automático. Antes de lanzarme al extravío, por las dudas, le pregunto:

—¿Sabe cómo se llega a Tacubaya?

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El interlocutor-propietario detalla entonces con kilométrica exactitud:

—Siga tres cuadras en línea recta y luego doble a la izquierda —dice levantando el brazo derecho—. Allí mero salen unos camiones.

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—¿Cómo?

—Sí; doble a la izquierda —dice levantando el brazo derecho.

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Tras mucho comprobar que su dato era la distancia más larga entre dos puntos, arribo al barrio de Tacubaya, donde Javier Solís creció en edad y desgracias. En 1931, año natal del héroe, Tacubaya ondeaba, indecisa, entre pueblo y barrio, entre caballos y automóviles; luego, el tiempo le hurtó la belleza de la aldea y le obsequió el gris bélico de cemento armado que hoy baja en pistas como ríos hacia un leve valle.

Frente al viejo Observatorio, un vecino me confía que el Maestro llegaba los domingos a una casa-imprenta para visitar a un compadre, quien, como Javier, ya está en el rancho grande. Toco una puerta, y sale un hombre joven: Mario Vélez; es ahijado de Javier Solís y narra aquellos simposios proletarios de domingo que las masas del barrio interrumpían a exigentes golpes de portón para ver y oír al ídolo de Tacubaya. La imprenta yace abandonada y, entre lingotes, duerme un sueño de plomo. Sobre una pared reina la celebérrima foto azul; desde ella, Javier lanza una sonrisa alona bajo un sombrero ranchero que se sale del marco y de la nombradía. La dedicatoria se eterniza: «Para la imprenta Vélez de su cuate y amigo que los aprecia de verdad. Javier Solís. Llorarás. 11-11-59».

Mario me orienta hacia la casa final de este camino: espera allá, abajo, ahondándose en la mera Tacubaya, valle secreto en el valle de México. A la historia se asciende bajando estas calles: el conventual Observatorio, autos, niños locuaces, jóvenes quemando el tiempo, perros esfíngeos, pulperías pulquerías, la iglesia de La Conchita, esquinas de ambulantes quietos, tacos para todos. El fin ya está aquí: calle Miguel Quintana, 46. La casita se alza baja, y su puerta se fragiliza en la madera. Toco pues, del periodismo, lo único que me queda es la impertinencia. Abre una joven. Hoy es el viernes 1.º de septiembre del 2006.

—Buenos días. Hoy, Javier Solís cumple 75 años.

—¡Abuelita!

Se acerca una anciana. Es pequeña, de pelo blanco, historiada por estirpes mexicas. Doña Cuca invita al viajero repentino. La cortesía es una felicidad que se halla cuando no se espera. Pasamos a un sucinto comedor. Aquí, la modestia reina sobre súbditos honrados. A nadie le gustaría vivir así, mas recomendar ser «pobre pero honrado» está muy bien, como todos los consejos que damos sin boleto de retorno. Los pobres con estirpe de pobreza se saltan la melancolía, tan romántica, de añorar tiempos mejores. ¿Quién como ellos? La mesa del comedor es albergue de tareas infantiles. Sobre un aparador, una panera y un disco de oro de Javier Solís. En las paredes, fotos secretas aun para fanáticos: Javier en reto mariachi, y Javier íntimo, familiar, junto a un muro de la casa.

Refugio Robles Jalteco es la última de cuando entonces. Se casó con el paternal tío de Javier, Valentín Levario, años después de que este enviudase. La atavía esa gentileza mexicana que sonríe y calla, y que habla con mesura cuando es menester. Doña Cuca discurre, pues, sin prisa hasta que la conmueve este recuerdo:

—Javier me decía: «Cucaracha: no creo que llegue a los treinta y cinco años». No sé por qué…

Miro las fotografías; cierro los ojos, los abro, y ya no está doña Cuca ni destella el disco de oro. Está la misma casa —¿o es otra?—: el humilde comedor, la mesa con mantel de plástico, algún libro perdido en la tarea imposible, y mi padre, de pie y en relieve de sombras bajo el sol enrejado de la tarde. Me veo que entro; tengo trece años y llevo un disco de Javier entre las manos. Giran los tangos paternos. Mi padre me ve; algo se dice; saca su disco; pone el mío. El silencio se ha rendido para siempre. Relumbra el canto de Javier Solís, me arrastra el viento poderoso de su voz. Esto es; no hay más; al fin he llegado: esta es la música.

Había que venir a Tacubaya, casa nuestra, leve reino. Una parte de mi pasado estaba aquí, en otro tiempo y otra casa, y parecen los mismos.

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Víctor Hurtado Oviedo Colaborador de EL PERFIL
Estudió Historia en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Es miembro correspondiente de la Academia Peruana de la Lengua....