Este artículo es de hace 1 año
Relato

Quiso contagiar de covid a su suegra

Oyendo hablar a los habitantes de la casona, Cucho se enteró de que la peste mataba más a los mayores de edad y no tanto a los jóvenes. Entonces se le vino a la mente su suegra. “Te fregaste, vieja”, pensó. Y a pesar de la cuarentena, salía de casa so pretexto de conseguir plata para los alimentos.
Ángel Portella

Cucho, antiguo carterista y cojo de la pierna derecha a consecuencia de su vil oficio (un auto lo embistió cuando huía con el bolso de una señora), odiaba a muerte a su suegra. De hecho, el odio era mutuo, pues a ninguna mujer juiciosa le gustaría tener de yerno a un malandrín. Es verdad que, a raíz de su cojera, Cucho dejó los robos y se hizo vendedor de agua embotellada y gaseosas en un semáforo de Lima, pero nunca se le quitó lo indecente y grosero.

Cucho conoció a Isabel en la banca de un parque. Ella se le apegó por hambre más que por otra cosa, ya que doña Simona, su madre, se iba a trabajar en una casa de ricos dejándola al abandono. La pareja frecuentaba puestos de comida, y luego iba a encerrarse en el cuartucho que él tenía alquilado en una vieja casona de dos plantas. Al quedar ella embarazada, no regresó más con la madre por temor a las reprimendas.

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Por supuesto, cuando se enteró doña Simona buscó a Cucho y lo encaró. Discutieron cada vez más exaltados, y ella lo llamó pastrulo y cojo, insultos que a él le cayeron como pedradas y nunca olvidaría.

Cuando nació el hijo de Cucho e Isabel, doña Simona iba a visitarlos en sus días de descanso. Con tal de no verla, Cucho se largaba a fumar marihuana con sus amigos.

Así estaban las cosas cuando el virus apareció y empezó a causar muertes. Una noche llegó Cucho al cuarto y encontró ahí a la suegra. Por boca de Isabel, se enteró de que la habían despedido del trabajo y se quedaría a vivir con ellos. “No tiene a dónde más ir”, dijo. Cucho aceptó a regañadientes.

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Y como en esos días el presidente de la república decretó la cuarentena para evitar que los contagios aumentaran de manera catastrófica, tampoco él pudo ir a trabajar y se vio obligado a pasar todo el tiempo bajo el mismo techo con su aborrecida suegra. Y claro, estalló la guerra entre ellos.

Se mandaban indirectas, Cucho se adueñaba de la tele y no dejaba que ella viese sus novelas preferidas. A veces, la cosa se salía de control y terminaban insultándose. A todo eso, el dinero hacía falta, pues ninguno de los famosos bonos del gobierno les tocó. Y el virus estaba cada vez más cerca. A un peluquero del barrio lo sacaron una mañana unos hombres vestidos como astronautas y se lo llevaron en una ambulancia. Otros morían en sus casas y en los hospitales repletos.

Oyendo hablar a los habitantes de la casona, Cucho se enteró de que la peste mataba más a los mayores de edad y no tanto a los jóvenes. Entonces se le vino a la mente su suegra. “Te fregaste, vieja”, pensó. Y a pesar de la cuarentena, salía de casa so pretexto de conseguir plata para los alimentos.

En realidad, iba a fumar tronchos que le convidaban sus amigos y, sobre todo, a contagiarse para pasarle el virus a la suegra. Adrede se metía entre la gente con el barbijo mal colocado, comía sin lavarse las manos. Hasta que logró adquirir el virus y contagiar a quienes vivían con él. Pero las cosas resultaron contrario a lo que esperaba. Ni Isabel ni su madre, y menos el bebé, sintieron el mal. En cambio, a Cucho pronto lo postraron los síntomas. Cuando ya no podía respirar bien, Isabel lo llevó en el taxi de un conocido a varios hospitales. Todos estaban llenos y en ninguno cabía un contagiado más, por lo que Cucho terminó sus días tirado en medio de una calle.

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