Martha es una cangallina que aparece en “El jinete en la hora cero” contando esta escena: “Entraron a la casa de la familia Roca y mataron. Tenían un bebito, nadie sabe qué pasó con él. Cuando amaneció, los sobrevivientes encontraron el cuerpo del tío Roca colgado en un árbol, al borde de esa carretera que lleva al centro de Cangallo. Estaba sin cabeza. Al día siguiente, detrás de mi casa, noté que mi perrito Coronel trataba de traer algo. Era la cabeza del tío Roca, con sus ojos abiertos. Grité como loca. Vino mi abuelito y la puso en una bolsa con una pena enorme y lo llevó al cementerio del pueblo. En el cementerio, juntaron la cabeza con el cuerpo del tío y lo enterraron. Esas cosas pasaban. Menos mal que después pudimos escapar todos”.
El viernes en la noche, cuando terminó la presentación del Jinete, se me acercó alguien como de 40 años, con ojos de ayacuchano y los cabellos de cangallino y me dijo: “Soy hermano de Martha”.
Era verdad. Juan Carlos Paquiyauri Auqui es hermano menor de Martha y es un sobreviviente más de Cangallo, sobreviviente del terrorismo, sobreviviente de la pandemia en Lima. Somos casi de la misma edad y si no hubiera surgido la violencia en la sierra hubiésemos crecido juntos en ese paraje ayacuchano, hubiéramos sido tal vez grandes amigos.
Es muy probable que yo haya jugado con Juan Carlos Paquiyauri Auqui en Cangallo cuando éramos niños, antes de huir a la ciudad. Ayer, nos reencontrábamos después de más 30 años en la feria y entendí que un libro puede servir para unir a la gente.
Faltando media hora para la presentación del Jinete tuve miedo de que el escenario no se llenara, porque, cuando faltaba media hora para la presentación de mi primer libro “Gente como uno” en el 2011 el mismo escenario ya estaba lleno.
Pero poco a poco fueron llegando los lectores y se ocupó todos los asientos que permitía el aforo, y muchos no pudieron entrar. Fue un reencuentro presencial extraño sin abrazo cangallinos. La pandemia nos ha separado, pero el libro lucha por unirnos.
Agradezco a los organizadores de la Feria del Libro del Bicentenario por habernos acogido y permitirnos vernos después de tanto tiempo.
Agradezco al doctor Tilde, Jesús Raymundo, por su confianza y por el trabajo sin sosiego que sigue realizando para que el jinete no se detenga en su ruta galopante. Gracias, profesor atildado, como diría Víctor Hurtado Oviedo.
Agradezco también a Alonso Rabí do Carmo su generoso comentario sobre mi libro en la feria. Yo creía que él era antiguo aristócrata, de esos enamorados de la gran cultura. Creía esto tal vez por sus apellidos o quizá porque él, hace muchos años, compiló, muy joven, gran parte de la prosa de César Vallejo y de otros bravos que aparecieron en formato libro bajo la colección de “Peruanos imprescindibles”. Hasta ahora me resuena el lamento de Vallejo por la muerte del genial Valdelomar que leí en uno de esos libros. Con los años, supe que Alonso Rabí do Carmo sí es un aristócrata en el buen sentido de la palabra porque conoce nuestra cultura y comparte ese conocimiento en la prensa y en las aulas.
Agradezco también a Maritza Espinoza, quien dijo que se había quedado con las ganas de seguir leyendo más y que yo debía haber escrito más páginas. El “Jinete en la hora cero” tiene 163 páginas y las palabras de Maritza son un elogio generoso. Hay que publicar lo que hay que publicar. García Márquez decía: “Una cosa es una historia larga y otra una historia alargada”. (Gracias, Maritza, por tu trabajo y por tus palabras).
Un periodista de la revista Caretas me dijo en una entrevista que mi libro “El jinete en la hora cero” infundía esperanza y solidaridad. Yo no sabía qué decirle al entrevistador porque no me he propuesto ni un objetivo preciso de esa naturaleza con este libro, cuya escritura surgió en las peores escenas de la pandemia.
Yo veía por televisión como mis paisanos, los andinos de toda nuestra geografía bella y agreste, emprendían el retorno a sus pueblos porque Lima estaba paralizada por el virus. Estas escenas del regreso activaron de manera nítida los sueños del retorno que querían concretar aquellos andinos que, escapando de la violencia, habían llegado a Lima en la década del 80, andinos como mis padres, como los padres de Juan Carlos Paquiyauri Auqui.
Escapar, huir, enfrentar, luchar contra la violencia es lo que hicieron miles de familias de Huancapi, Andahuaylas, Huanta, Lucanas, Cangallo, Castrovirreyna, Angaraes, Chuschi, Abancay, Huamanga, Víctor Fajardo, Puquio, Parinacochas, Huaytará, Incaraccay.
Estas familias llegaron a la gran ciudad en busca de una vida mejor pensando siempre en el retorno, pero se quedaron expandiendo esta ingente ciudad en Villa El Salvador, San Juan de Lurigancho, Comas, Carabayllo, Puente Piedra, Ate Vitarte, El Agustino, Villa María del Triunfo, San Juan de Miraflores, Santa Anita, espacios empinados de La Molina hasta casas vacías de San Borja. Coparon cerros, invadieron espacios agrestes, construyeron ciudades enteras. Se olvidaron del retorno, tuvieron hijos, dejaron las trenzas y el quechua; y, mientras se acostumbraban a la palabra emprendimiento, volvió la muerte esta vez con el bicho maldito.
Mi familia, nuestros primos, vecinos, tíos, amigos empezaron a morir como en los 80. Primero, muertes en tiempos de la violencia terrorista y después en la pandemia. Estas escenas me empujaron a escribir este libro para soportar de algún modo el sufrimiento en un encierro sin precedentes por el virus.
Lo que encontraran en este libro es la verdad. La verdad matizada con los recursos de la ficción y quizá con algunas gotas de poesía en sus páginas. Son historias fundadas estrictamente en la realidad en los dos escenarios más dramáticos de nuestro país.
Me he esforzado para forjar la claridad en estas historias a fin de que se lean sin tropiezos. Espero que este libro, esta voz de Cangallo, esta voz andina, los acompañe y les ayude a entender a este país de infortunios.
Un libro no es solo del autor y por esto agradezco infinitamente a mi familia, a mis amigos, a mis cómplices de toda la vida, a mis colegas, a mis editores, a mis queridos estudiantes, a mis críticos y todos los que han puesto lo mejor de sí para que el jinete siga su ruta inexorable.
Muchas gracias.
Todo, en Ayacucho, se hace en compañía de la música. En la feria también. Debo agradecer a la cantante Margot Palomino y al guitarrista Rolando Carrasco, quienes cerraron la presentación del Jinete con un tema de César Lévano que dice así: “Debería llevar una rosa en la mano para ver si se quiebra tu ausencia en nuestra historia…”.