El otro siempre será un misterio. Quienes suelen hacerse opiniones inmediatas fundadas en una supuesta sensibilidad para juzgar, corren el riesgo de tener una visión más peligrosamente sesgada aun de la que ya todos tenemos sobre la realidad que nos rodea.
Las razones, aunque complejas en su estructura, son variadas y simples cuando el ego o el etnocentrismo no nos ciegan. Con esto afirmamos que lo que vale para los individuos, vale también para el conjunto de las naciones.
En el primer caso puede conducir a una efímera disputa, en el segundo puede derivar en una guerra sangrienta, devastadora y, a la larga, ya acabada, en un campo fértil para sembrar prejuicios, que siempre son lamentablemente estúpidos y estereotipos que nunca dan el blanco, porque el blanco, de existir, es una ficción nacida del odio y nunca representara a sus supuestos protagonistas.
Somos pasajeros distraídos de un breve y, a veces, intenso viaje, que nunca nos da tiempo suficiente para ordenar las experiencias. Las aprovechamos, sí, pero en parte, años después de vividas suelen reconducirnos a nuevas y desconcertantes realidades que, a menudo, nos hacen pensar que en algún tiempo fuimos ciegos o tontos. Nuestro tránsito terrestre, este estar en la Tierra, solo halla cercanía con la realidad que representa, cuando somos capaces de amar, no solo a otros seres humanos o a la naturaleza misma, sino, también, a esa lenta maduración de nuestras emociones que, en algún iluminado momento, quizás ya solos y gastados por el tiempo, nos hacen sentir, casi como un aluvión y como nunca lo habíamos hecho antes, el fantástico tesoro que significaron los amores recibidos y a veces no valorados, las ofensas olvidadas, las pequeñas alegrías, las dolorosas pérdidas, los reencuentros anhelados y el agridulce día a día.
En suma, el deslumbramiento de haber estado vivos. Poder sentirlo, aunque ya parezca tarde, quizás sea lo más próximo a aquello que, evitando pensarlo, llamamos inmortalidad.