Frases como “Ya tú sabes”, “¿Cómo es la nuez?” y “Para la gasolina, pues, hermanito” son comunes en nuestro país. Aquí, el soborno, el fraude y la colusión son conductas normalizadas en prácticamente todos los sectores productivos y sociales, un flagelo que está destruyendo –de a pocos– los sueños y las oportunidades de los peruanos.
De acuerdo con el Barómetro Global de Corrupción 2017, elaborado por Transparencia Internacional, el Perú ocupa un vergonzoso primer lugar de percepción como país corrupto en Sudamérica, mientras que el Ranking de Competitividad del Foro Económico Mundial (WEF) 2017-2018 nos ubica en el puesto 89 entre 137 países.
La situación es paradójica pues son los más pobres quienes, proporcionalmente, destinan más dinero al pago de coimas cuando necesitan acelerar el acceso a servicios básicos como salud y seguridad. Y ni qué decir del engorroso sistema de justicia.
En paralelo, la debilidad de los principios éticos entre los ciudadanos facilita y alienta la corrupción de organizaciones criminales de pequeña y gran escala que han tendido en el Perú un tejido mafioso que se extiende junto a la coima en la modalidad del “pitufeo”. Somos testigos de “operaciones estructuradas” y “cuellos blancos”. Y ya no sorprenden las noticias sobre bandas criminales que tienen entre sus miembros a políticos, alcaldes, jueces, empresarios y funcionarios públicos. Todos los días se destapan nuevos escándalos sobre manejo irregular de obras y procesos de selección. El presupuesto público es un botín apetitoso y el crimen organizado le ha puesto la puntería.
La Gerencia de Políticas Públicas de la Sociedad Nacional de Industrias (SNI) ha calculado que si alcanzáramos el estándar ético del Poder Judicial de Chile (el menos corrupto de la Alianza del Pacífico), el valor del PBI subiría en al menos 4,000 millones de dólares, monto que podría destinarse a mejorar la calidad de vida los peruanos.
El informe de la Defensoría del Pueblo sobre corrupción precisa que el país pierde por esta causa 10 millones de dólares cada día, monto que sale de nuestros bolsillos y que significa menos salud, menos educación, menos derechos.
La sociedad tiene un papel central en la lucha contra la corrupción. Su indignación debe reflejarse en la participación activa en la vida política y social. Y ello implica también conductas concretas: desde la predica con el ejemplo en casa hasta el no ponerse “de costado” ante actos irregulares en lo cotidiano. Nunca más darle la espalda a la realidad, nunca más ese pernicioso “Roba pero hace obra”. Depende de ti, de mí, del entorno. Y no con discurso, sino con acciones.