Hubo un tiempo en que el Sporting Cristal no era solo un equipo de fútbol profesional en el Perú y en Latinoamérica: era una forma de jugar, un emblema de coherencia, una marca que respiraba y transpiraba fútbol con una elegancia casi obstinada, que tal vez se vio reflejada con el gol de los 17 toques el 20 de junio de 1994 ante su rival más enconado Universitario de Deportes. Hoy, en cambio, el club parece haber sido absorbido por una de esas planillas de Excel donde todo cabe, menos el alma.
Porque lo que vive Sporting Cristal no es una crisis institucional —ese eufemismo tibio que usan los abogados y políticos de saco gris— sino una fractura emocional profunda. Una herida abierta entre una hinchada que canta como si el estadio fuera una iglesia y una dirigencia que, en lugar de pastores, actúa como contadores. Y no precisamente de goles.
En el centro del terremoto está Innova Sports, la empresa que hoy dirige (o desdirige) al club rimense. La acusan -y creo con justicia- de haber vaciado el espíritu cervecero como quien desmonta una casona antigua para vender sus reliquias por separado. Lo que fue una identidad compartida, hoy se gestiona como si se tratara de una franquicia en expansión. El problema es que la hinchada no compra hamburguesas: compra fe, recuerdos, tribuna.

La gota que ha rebalsado el vaso —y que ha salpicado hasta a los auspiciadores— es el conflicto con Caja Piura: una institución financiera acusando al club de usar su imagen sin permiso mientras el club responde con otra versión contractual. Más que una disputa legal, parece una tragicomedia empresarial donde cada parte cree tener la razón, pero ambas han perdido el juicio. El juicio popular, claro, ese que se celebra todos los días en las redes y se dicta en mayúsculas.
Y aquí entra la gran paradoja: Cristal, cuya marca fue durante décadas sinónimo de profesionalismo y juego limpio, ahora vive su peor mancha no por perder partidos (que de hecho los pierde ahora con mayor frecuencia), sino por abandonar su relato. Porque una marca no es un logotipo ni un eslogan pegajoso: es una memoria compartida, una emoción que se activa con una canción, un pase, una camiseta celeste. Hoy, todo eso está siendo erosionado por una dirigencia que entiende el fútbol como un balance trimestral.
¿Y las marcas que acompañan al club? Ahí están: atrapadas en un fuego cruzado del que no pueden salir ilesas. PUMA, Cristal, DoradoBet, O Wow… todas expuestas a una narrativa donde la pasión se ha vuelto protesta, y la lealtad, resistencia. Según Joan Costa, la imagen corporativa es "la síntesis mental de todas las experiencias que el público tiene con una organización". Pues bien, esa síntesis hoy tiene sabor amargo, como cerveza caliente en una tarde sin goles.
¿Qué deben hacer entonces estas marcas? Primero, entender que el fútbol no es un producto más: es una pertenencia. Segundo, hablar con claridad: el silencio corporativo, en estos casos, es como patear el penal al cielo. Y tercero, asumir que, en el fútbol, como en el amor, cuando te falla la confianza, todo lo demás se cae como castillo de naipes.

Porque lo que está ocurriendo con Cristal es más grande que una disputa empresarial. Es una rebelión simbólica, una hinchada que ya no se limita a alentar, sino que se organiza, denuncia y exige. Como bien advierte la investigadora Verónica Moreira, los clubes de fútbol son espacios donde "las formas de participación popular expresan sentidos políticos y culturales que desafían los marcos institucionales". En buen castellano: si los dirigentes olvidan que el club es del pueblo, el pueblo les recuerda por qué no se juega con los ídolos ajenos.
Y no, no es la primera vez. Desde la caída del Grupo Salinas en Atlas, hasta la renuncia de Bartomeu en Barcelona o la implosión dirigencial en Independiente: el patrón se repite como esos errores defensivos que ya son costumbre. La hinchada, cuando se siente traicionada, no solo grita. También expulsa.
“Que vendan el club”, clama hoy la tribuna en las afueras del estadio y sobre todo en el gradería digital que son las redes sociales. Una frase que en una sala de directorio puede sonar a herejía, pero que, en términos emocionales, es un grito de salvación. Tal vez vender no sea el final, sino el principio de algo nuevo. Porque una institución puede cambiar de manos, pero no de alma. Y la del pueblo cervecero sigue ahí, esperando.
Sporting Cristal no se juega solo en la cancha. Se juega en las entrañas. Y si pierde su identidad, ni cien trofeos podrán llenar ese vacío.