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El discreto encanto de la corrupción

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A Lidia la conocí durante el tórrido verano madrileño. Ambos latinoamericanos, nos aislamos para conversar. Yo vivía los comienzos de mi exilio buscando inconscientemente bastones emocionales en los cuales apoyarme, mientras mi familia, en Argentina, se empeñaba en conseguir sus pasaportes y en vender lo poco que teníamos para reencontrarnos.

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La distancia con los códigos y los afectos la reemplazábamos contando una y otra vez la odisea de la partida, el dolor de la soledad, pero sobre todo tiempos pasados cuando aún no sabíamos que eran tan buenos y nos quejábamos por situaciones que ahora festejaríamos.

Lidia me escuchó con esa paciencia femenina que te convierte en fácil presa emocional. Quedamos en almorzar al mediodía en su casa. Llegué puntual y me di con la sorpresa que la bella nicaragüense no vivía en un modesto departamento, sino en un suntuoso edificio de uno de los barrios más caros de Madrid.

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Me recibió una empleada, disfrazada de tal, me condujo a la sala y allí, menuda y sonriente, me esperaba Lidia. Retomamos los hilos de la charla dejada en suspenso esa misma madrugada. La coincidencia de puntos de vista aún estaba intacta. Infelizmente, sobre la mesa ratona había una bellísima caja de habanos. Quieres fumar, preguntó mi anfitriona. No, respondí, me conformo con olerlos. Tomé la caja, la abrí con mucho cuidado y encontré allí los habanos más hermosos que jamás había visto con una leyenda en letras oro a lo largo de los mismos que decía “presidente Anastasio Somoza Debayle”. ¿Qué haces con los toscanos del Tacho Somoza? pregunté.

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“Es mi tío, es hermano de mi mamá” respondió Lidia como si ser sobrina de uno de los asesinos más connotados del continente fuera natural. “¿Y qué haces aquí?”. “Yo no estoy aquí – me dijo kafkianamente- yo soy vicecónsul de Nicaragua en Hamburgo, pero allí me aburro, por eso vivo en Madrid” Confieso que, si bien mis intenciones con Lidia cambiaron por la fuerza de un habano, estaba totalmente fascinado. No sólo tenía ante mis ojos una “inocente” expresión de corrupción de alguien que cobraba sueldo por no hacer nada, sino que tenía también la ocasión de escarbar un poco las historias que se vivían en las entrañas del monstruo. Decidí escucharla y Lidia habló y habló.

Su madre era más dura que su tío, su hermano era travesti y Tacho le otorgó un pasaporte con identidad femenina. Lo que más recuerdo de esa tarde de 1976 es una desgarrada frase que Lidia me contó de su madre: ¿Sabes lo que es tener plancharle las faldas a tu hijo? Eran otros tiempos, hoy las mandan a la tintorería.

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El análisis y las expresiones vertidas son propias de su autor/a y no necesariamente reflejan el punto de vista de EL PERFIL
Sobre la firma
Rosario, Argentina (1942). Ha trabajado más de 30 años en distintos medios de comunicación de Argentina y Perú. Ha sido asesor del director general de la Organización de las Naciones Unidas (UNESCO) en temas de juventud y ha asistido a proyectos en África, Europa y América Latina. Ha publicado los libros Jugar a vivir (2005) y Sábados en familia (2008). Recibió el Premio Peter Berenson de Amnistía Internacional por su defensa a los Derechos Humanos.
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