Gracián decía “El repartir las cosas es saberlas gozar”. Si repartiéramos con un mínimo sentido de la justicia y con una pizca de piedad y amor conectando nuestro cerebro con nuestro corazón, el mundo sería otro. Debiéramos anular, primero, la insana lógica de la acumulación que tuvo sentido mientras vagábamos por las llanura o las selvas buscando alimento, pero que hoy con superproducción, en todos los campos que apuntan al bolsillo para satisfacer nuestro estómago, ya no es necesario. Solo el egoísmo, que está emparentado con un hecho real de nuestra historia como especie, pone barreras a una existencia más justa para todos.
Lichtenberg, un irónico pensador alemán, a quien admiraban, nada menos, que Shopenhauer y Nietzsche, contaba que en Cochinchina cuando alguien decía “doji”, la gente se apresuraba a llevarle comida. En muchas regiones de Alemania, sin embargo, un necesitado puede gritar “tengo hambre, muero de hambre” y eso le resultaría tan inútil como si dijera “doji”. La humanidad actual es testigo de que en varios puntos de la superficie terrestre la gente puede clamar por su hambre, sin que nadie le preste atención, aunque los medios de comunicación hayan empequeñecido el planeta y esa voz doliente llegue a muchos rincones.
Escarbando en la historia humana encontraremos muchos mitos, leyendas y ceremonias vinculadas a la fecundidad como forma de prolongar la vida y como modo de contraponerse a las periódicas hambrunas que nos castigaban.
Un bello mito es el de Démeter, diosa de la agricultura, cuya hija, Perséfone, fue raptada por Hades, dios de las regiones subterráneas. Al saberlo Démeter hizo desaparecer la fecundidad de la tierra y juró que ésta sería estéril hasta que su hija fuera devuelta. Zeus intervino y decidió que Perséfone debería volver con su madre siempre que no hubiese probado la comida de la muerte.
La joven sólo había probado siete granos de una granada y, por ello, Zeus decidió que debía pasar tres meses del año, el invierno, en el mundo inferior y los nueve restantes con su madre. En América, los aztecas, durante el octavo mes de su calendario, ofrecía plegarias y sacrificios al maíz, hermano del sol, del hombre y del universo para que tuviese la bondad de nacer de nuevo.