El olfato es el más antiguo de los cinco sentidos (hay más sentidos, pero eso será para otra ocasión) y tiene una virtud que es única: su velocidad para, a partir de un olor, transportarnos 10, 30 o 50 años atrás y revivir un hecho que fue emocionalmente importante.
Todos, si hacen memoria, encontraran una historia personal que pruebe esta afirmación. Yo les contaré la mía.
Inquilino de una nueva casa comprobé que mi antecesor había olvidado un frasco que me permitiría dar un inimaginable salto al pasado.
Se trataba de un humilde frasco de gel abandonado sobre la parte superior del botiquín del baño. Cada día, en repetidas oportunidades, me topaba con él, pero nunca me decidía a alzar el brazo y devolverle el certificado de existencia que el gel estaba exigiendo.
Pasaron seis largos meses para que yo, en una noche de soledad y casi sin quererlo, volviera a poner mis ojos en el solitario frasco. Vi lo que veía todos los días sin ver como ocurre con tantos objetos que son parte de nuestro entorno y que solemos percibir solo cuando desaparecen o los cambian de sitio.
Esa noche, sin que ninguna de las exigencias anteriores se cumplieran, el frasco comenzó a existir para mí con tanta intensidad que decidí bajarlo de su pequeño altar y curiosear su interior. Fue una ceremonia mínima.
Alzar el brazo y con un esfuerzo insignificante torcer la resistencia que oponían seis meses de inmovilidad. No contenía, como podrán adelantarse a pensar algunos, ninguno de esos genios que se materializan para cumplir deseos, pero sí un olor que era más que un olor, muchísimo más que un olor. Era una fragancia que me llamaba desde otro tiempo.
Lo acerqué entonces a mi nariz, aspiré profundamente y apareció mi padre sacándose el sombrero y alzándome. Me vi niño, apoyando mi pequeña cabeza de entonces sobre la cabeza paterna y lloré. Lloré sin nostalgia, sin tristeza. Simplemente lloré por sentir vivas tantas cosas que ya no lo estaban.
El olor acababa de devolverme a mi padre por unos segundos. Así, exactamente igual al contenido de ese frasco de gel, olía la gomina que usaba diariamente mi padre para peinarse.
Así olía yo su cabello cada vez que me alzaba al regreso de una jornada de trabajo o más intensamente cuando volvía de algún viaje que nos había tenido separados por algunos días. No era un milagro fue el olfato que, sin proponérselo, me devolvió momentáneamente a mi querido viejo.