Es cierto: el Perú es un funeral sin abrazos. En apenas cinco meses de pandemia ya tenemos un estadio lleno de muertos. A inicios de agosto hay casi 50 mil fallecidos por coronavirus.
La mayoría de los muertos es por falta de atención oportuna de los contagiados. El pobre es, como siempre, el más vulnerable. El pobre muere de coronavirus antes de que le diagnostiquen que tiene el mal.
Los cementerios crecen de una manera alarmante y en las calles hay zozobra, miedo y desorden. Hay mucha gente en las calles porque en casa falta la comida.
Tal como lo explica Joseph Zárate, Luis Vásquez, con 30 años de experiencia cavando tumbas en el cementerio de Belaúnde de Comas, en la parte alta del cerro, antes cavaba cuatro o cinco tumbas por mes. Ahora, hace una por día y cobra por ello 130 soles para ataúdes que llegan forrados en plástico.
El virus no está controlado y cunde ahora con fuerza por las regiones dejando luto e indignación. Lima no está a salvo, sobre todo, los distritos más alejados del centro.
Hay más de 6 millones de peruanos en pobreza que no han recibido ningún tipo de bono y más de tres millones que han perdido su empleo.
El presidente de la república, Martín Vizcarra, y, principalmente, su ministra de Economía son parte del problema. Sus acciones rápidas de marzo ahora se han convertido en medias verdades, mentiras, mesas servidas para los señores de la Confiep.
El problema es estructural. Un hospital colapsado es solo un botón de muestra de que el sistema está en cuidados intensivos. "Cambiar de rumbo: ese es el imperativo", ha dicho César Hildebrandt.
Vizcarra no lo hará. Él está en plan de despedida hace rato para que no se den cuenta, del todo, por qué la ministra de Economía está en palacio, por qué su cuñado calló tanto y tantas cosas.
Se acerca el 2021 y todo parece indicar que el cambio presidencial será como cambiar al presidente por otro igual.