El tiempo, que lo cambia todo, ha hecho que olvidemos que el 25 de diciembre celebramos el nacimiento de Jesús, ese hombre que entró en Jerusalén montado en un asno y que decía a la gente: "Te absuelvo de tus pecados".
Vestido con túnica y sandalias de peregrino, no se presentaba como un político ni un militar, sino como un predicador de la salvación, y llamaba "padre" a Dios en aquel tiempo, cuando se esperaba al Mesías que debía instaurar el reino de Dios.
Los poderosos empezaron a rechazarlo, y Jesús insistía en que el reino de Dios es el amor al prójimo, la preocupación por los débiles y los pobres, y el perdón para los que han ido por el mal camino.
Provocador era Jesús, un luchador por cambios profundos, un revolucionario genuino; pero iba más allá. Decía que el reino de Dios es amar al prójimo como a ti mismo, que debemos amar a nuestros enemigos y que debemos perdonar setenta veces siete.
Combatía a los poderosos y ayudaba al pobre; y, como era muy peligroso para los ricos, tuvieron que crucificarlo. Si volviera a venir le pasaría lo mismo, con campaña de desprestigio en los medios incluida.
Los que no quieren a Jesús, los que creen que es peligroso para el sistema, han convertido la Navidad en fiesta de arbolitos, regalos y panetón. Lo malo de la Navidad es que nadie recuerda a Jesús.
Sin Jesús, la Navidad no debería tener sentido; pero los fariseos de hoy lo han dejado de lado.
Nadie sabe qué pensaría Jesús sobre Noel, el hombre gordo que mancha el paisaje; pero así estamos: nos importa más Santa que el santo Jesús.