Aquel viernes por la tarde, mi madre y yo viajábamos en una combi por la avenida Túpac Amaru de Comas. Íbamos a llegar ya al hospital Sergio Bernales de Collique. Nos acercábamos a una curva y el chofer de la combi no tenía intenciones de disminuir la velocidad. Estaba concentrado en tratar de ganarle pasajeros al bus con el que se encontraba en carrera desde algunos paraderos.
Mi madre y yo estábamos sentadas en la última fila de asientos. Conversábamos de forma amena sobre el colegio, la familia y diversos temas entre una adolescente y su madre. No nos dimos cuenta de que el carro debido a la carrera iba aumentando la velocidad, al punto de perder el control. El bus de colores verde, rojo y blanco, que triplicaba en tamaño a la pequeña combi donde estábamos, se metió a nuestro carril y el chofer de nuestro vehículo intentó frenar sin éxito. Para evitar el impacto, giró a la derecha a un carril inexistente, en dirección a una auxiliar que se encontraba metros más abajo.
Mi madre recuerda que, en esos segundos, solo pensó en protegerme. Al ver el abismo frente a ella, intentó abrazarme sin notar que yo ya me aferraba al asiento de adelante con todas mis fuerzas. Una última maniobra del chofer nos salvó de lamentar una peor tragedia. Todo parecía ya perdido para los pasajeros que viajamos dentro del carro. Aguardábamos con el corazón entre las manos, esa última esperanza que se llegó a cumplir. En los últimos segundos, el chofer pudo girar nuevamente a la izquierda, haciendo que el carro avance por la parte de tierra, derribando la baranda de unas escaleras e impactando metros más adelante con un poste de luz que se vino abajo.
La parte de atrás de la combi, donde estábamos mi madre y yo, se levantó por la fuerza del choque y cayó bruscamente provocándonos múltiples golpes. Algunos papeles de un señor que también viajaba en el vehículo se esparcieron por toda la combi. El cobrador que nunca tuvo un asiento no pudo sostenerse y se golpeó duramente contra los asientos que están a espaldas del chofer. El poste de cemento que nos detuvo cayó a la pista, y dañó el parabrisas frontal del bus que había ocasionado el accidente e impidió el paso en la avenida. Largos minutos de zozobra se apoderaron de la combi, mientras asustados asimilábamos lo ocurrido.
A los pocos minutos, se abrió la puerta y pudimos observar la gravedad de la tragedia. La parte delantera de la combi estaba destrozada y hundida con la forma del poste. Los carros pasaban por la auxiliar y algunos avanzaban por la misma avenida solo con la intención de grabar el accidente. Pero nadie ofrecía ayuda. Yo tenía apenas 12 años y solo lloraba de angustia y dolor por largos minutos sin saber qué hacer.
Mi madre estuvo conmigo en todo momento. Cuando al fin pude ver su rostro, me quedé paralizada. Sus dientes estaban manchados de sangre, su labio inferior estaba hinchado y su diente incisivo lateral derecho estaba roto en su mayor parte y colgando a punto de caerse.
Ambas teníamos múltiples moretones en las rodillas y los brazos. Me dolía el rostro, sobre todo, la nariz. A pesar de que logré protegerme, mi cara impactó duramente con el asiento de adelante. Mi madre lloraba, al igual que yo, pero en medio de su dolor, llamó por teléfono a su hermana Teresa.
Mi tía Teresa estaba en casa con mi tío Moisés. Se habían quedado a cargo de mi hermana menor, quien tenía apenas 9 años. Según cuenta mi tía, entre llantos se alistó y rápidamente tomó un taxi para ir a vernos. Había mucho tráfico, debido al accidente. Mi tía Teresa ya nos encontró en el área de emergencias del hospital Sergio Bernales.
En el hospital Sergio Bernales, luego de un emotivo reencuentro, empezaron a revisarnos. Fue difícil separarme de mi madre después de lo había pasado, pero finalmente mi tía me acompañó en todo el proceso. Al salir de los exámenes correspondientes, nos indicaron que no teníamos heridas graves y que el SOAT no cubrirá nuestros gastos. Indignadas, nos dirigimos a la comisaría de Santa Isabel, en el distrito limeño de Carabayllo, donde se encontraba el chofer, que debido al proceso judicial también se había quedado sin el poco dinero que había recaudado durante el día. No hubo más respuestas, ni respaldo de la comisaría o del chofer. Mi madre acudió a una clínica y pagó ella misma todos los gastos del tratamiento.
El diagnóstico médico de la Clínica Trujillo, donde mi madre se atendió, indicaba que tres dientes habían resultado comprometidos a causa del accidente. El primero de ellos, que estaba roto y a punto de caerse, tuvo que ser retirado, debido a que no había forma de reconstruirlo. En su lugar, le colocaron una prótesis dental, que reemplaza indefinidamente al incisivo. Los otros dos dientes, los incisivos centrales, se quedaron flojos producto del impacto y uno de ellos presentaba fracturas internas. Le pusieron una especie de brackets que solo sostenía a los dientes involucrados, con la intención de que estos recobraran firmeza.
En el Perú, según un informe realizado por la Dirección General de Políticas y Regulación de Transporte Multimodal del Ministerio de Transportes, ocurrieron aproximadamente 900.000 accidentes viales en los últimos 10 años, entre choques, atropellos, vuelcos, entre otros. Aproximadamente 10 accidentes cara hora, que podrían ser fácilmente evitados con más conciencia vial, por parte de los transeúntes y conductores.
El caso de mi madre y yo no fue un accidente, fue una imprudencia vial, que pudo haber costado muchas vidas. Hasta hoy, quedan las secuelas físicas y sobre todo psicológicas de aquel desdichado día, en que un último giro de un chofer irresponsable nos permitió poder contar esta historia. Quizá desesperación de los conductores, ignorancia de los pasajeros, ausencia de una figura policial o falta de organización en el gobierno, son algunos de los factores que convierte nuestras pistas en lugares de muerte.