Este artículo es de hace 4 años

Nos vamos de Lima, carajo

Un relato basado en hechos reales de suma actualidad.

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Sandro había venido a Lima con la esperanza de lograr un contrato con una empresa constructora después de que cumpliera 18 años de edad. Su sueño constante desde niño era convertirse en un ingeniero civil para mejorar las carreteras de Andahuaylas, pero creía que debía empezar desde abajo, como un ayudante de albañil. Cuando la empresa lo contrató, gracias a la recomendación de un tío muy querido en la obra principal de la constructora, sintió que sus sueños se estaban realizando y pensó que en pocos años podría llegar a ser un ingeniero civil como el presidente de la república. En la combi, cuando regresaba a su cuarto en un barrio de Comas, pensó: “Trabajaré dos años, ahorraré todo lo que pueda, aprenderé y después, a los 20 años, estudiaré duro para ingresar a la Universidad Nacional de Ingeniera. En ese tiempo papá ya podrá ayudarme”.

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Cuando le faltaba poco para que cumpliera 19 años,  el presidente de la república, un 15 de marzo por la noche, decretó la inmovilización obligatoria a nivel nacional y explicó que, salvo las estrictamente necesarias, todas las actividades tienen que paralizarse para evitar la propagación del coronavirus. Como el presidente anunció que la medida iba ser por 15 días, Sandro pensó que lo tomaría como un descanso y que, en ese tiempo, iba a practicar para resolver con mayor rapidez problemas de matemática. Esos días, varias veces, soñó que mamá y papá lo felicitaban porque se había comprado su primer casco blanco de ingeniero civil. El sueño se repitió en varias ocasiones y en distintos escenarios. Todo iba bien, hasta que, antes de que se cumpliera los 15 días, el presidente de la república amplió el aislamiento. Después de cuatro días de aquella decisión presidencial, su jefe lo llamó en nombre de la empresa para informarle que la constructora había decidido acogerse  a una medida legal que consistía en que no iba a trabajar por dos meses, pero que eso no significaba que lo estaban despidiendo sino que era solo un alto a sus labores por el peligro del contagio con el coronavirus.

-¿Y en ese tiempo de qué voy a vivir?

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-La empresa le facilitará sacar su ahorro de la CTS y también podrá retirar algo de AFP. Le llegará una carta a su correo. Gracias. 

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A los 18 días de cuarentena, su cuarto parecía una cárcel. Sus padres le aconsejaban por el teléfono celular que regresara a Andahuaylas, que ahí no le iba a faltar comida, que sus hermanitos estaban preocupados; pero no tenía forma de regresar porque había toque de queda en la noche y aislamiento obligatorio durante el día. Sus ahorros magros desaparecían, mientras que la televisión mostraba más muertes cada día. Una tarde de sábado dijo: “Me voy, carajo, este presidente le ha dado millones a las grandes empresas y quieren que nosotros gastemos nuestros ahorros. Me voy, carajo”.

Al día siguiente, Sandro era uno de los miles de peruanos que querían llegar a sus casas si era posible caminando por toda la carretera central. No tenía una idea clara de cómo iba a llegar por ese ruta que dictaba el entusiasmo, pero estaba ahí, en la muchedumbre indignada, con la gente que como él se había quedado sin trabajo, que había sido despreciado por el gobierno que apostaba por salvar a las grandes empresas y los bancos, pero que se había olvidado de los trabajadores provincianos. Había mucho desorden como en toda manifestación, pero el pedido era único: queremos irnos y si quieren que nos ayuden como ayudaron a los que volvieron del extranjero y si no quieren, igual, nosotros nos vamos porque nos vamos. “Nos vamos, carajo”. Ese día Sandro no comió. Tampoco gritó como los otros. Estuvo siempre al lado de un poste de luz eléctrica con una mochila grande a la espalda donde llevaba sus prendes y sus zapatillas y una mochila pequeña delante, donde guardaba su celular, 350 soles para alguna emergencia, cinco mascarillas de repuesto, varias botellitas de alcohol, su cepillo de dientes, jabón y otros utensilios de higiene. Cuando la muchedumbre avanzaba, él seguía al grupo con mucho cuidado. No hablaba con nadie. Cuando la muchedumbre se detenía, él se paraba al lado de un poste y si podía se sentaba sobre una piedra. Observaba: una señora con trenzas, como la de su madre, no podía calmar a su hijo como de tres años que lloraba tanto que muchos veían la escena como él; una jovencita sudaba tanto que había mojado sus dos mascarillas; un señor, que vestía como profesor de colegio, trataba de calmar a los revoltosos; unos jóvenes se había sacado el polo para avanzar como si estuvieran en una competencia deportiva; una señora delgada miraba para todos lados como si tuviera miedo que alguien se le acercara; algunos hombres repartían comida; los policías hacían lo que podían para tratar de poner orden.

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-Estás bien, hijo. 

-Sí, mamá.

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-Pero, vente por tu lado, con un camión de papas que regresa.

-No, mamá. Estaré con ellos. Además, han dicho que el gobierno nos va a ayudar. Nos llevarán a un estadio y ahí pasaremos la noche.

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-¿En un estadio?

-Sí, pondrán carpas y ahí pasaremos la noche. Nos examinarán. Yo estoy bien, mamá. Nos veremos más o menos en 20 días. Cuando llego a Apurímac estaré ahí en un alojamiento unos 15 días, después llegaré a Andahuaylas para abrazarlos. Cuida a mis hermanitos y papá. Sabes que tiene diabetes. Tiene que controlar eso.

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-Sí, hijito. Te quiero mucho.

Sandro pasó la noche en una carpa instalada en una cancha de fútbol. Casi no durmió, pero sí comió algo del pollo asado que repartieron los enviados del gobierno. Fue como una noche de descanso en medio de una guerra extraña. Una noche tibia y silenciosa a pesar de tanta gente junta en un estadio. Cuando cerró los ojos escuchó como en un sueño remoto que un profesor le decía en un salón inmenso que jamás deje de estudiar, que estudiar era única forma de vencer a las adversidades. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos y pensó: “Estaré en Andahuaylas hasta que pase esta mierda y luego volveré a Lima para postular a la universidad. Tengo que estudiar, tengo estudiar”. Siguió repitiendo “tengo que estudiar, tengo que estudiar” varias veces hasta que se quedó dormido bajo el cielo estrellado de Matucana.

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Paco Moreno Director periodístico de EL PERFIL
Ayacucho, 1977. Estudió Comunicación Social en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, donde tuvo como maestros a César Lévano, Juan Gargurevich, Manuel Jesús Orbegozo, Óscar Pacheco, Julio Estremadoyro, Ricardo Falla, Sonia Luz Carrillo, Carlos Eduardo Zavaleta, Zenón Depaz, Aurora Bravo y otros grandes docentes. Ha publicado dos libros de periodismo literario, Gente como uno (2011) y Rebelde sin pausa (2016); uno de cuentos, El otro amor de mamá (2012); y una novela, El jinete en la hora cero (2021).
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