Con veintiún años, Julio Ramón Ribeyro (1929-1994) viajó a España bajo sentencia familiar de hacerse abogado y que diestramente olvidó. Durante los cuarenta años siguientes, vivió casi siempre en París y allí construyó una vasta obra de cuentos, novelas, dramas y ensayos. Julio Ramón fue un mago que engendró personajes con su sola mirada de simpatía y piedad. Porque él habló en nombre de los débiles, de los callados, tituló La palabra del mudo la edición de sus cuentos, casi todos ambientados en el Perú, al que había dejado detrás, pero también dentro de sí. A lo largo de esos cuatro decenios europeos, Ribeyro volvió algunas veces a su país, siempre en verano, para lanzarse a la amistad y al mar.
Hasta hace unos años, solamente lo conocían los asombrados por la buena literatura. La foto de Ribeyro no agobiaba a la prensa, la televisión no lo había leído en los diarios, y cualquier maestro de escuela que se hubiese topado con él ―anguloso como un triángulo―, lo habría supuesto un delgadísimo colega de una provincia remota. Durante muchos años, Ribeyro fue solo un dios menor en el Olimpo de la literatura iberoamericana ―demasiado ancho para ser tan alto―. En Ribeyro, la fatalidad de ser poco leído no conocía fronteras, pero esta marginación no lo angustiaba, y podría decirse que Julio Ramón desdeñaba la fama, y viceversa.
En 1990 regresó finalmente al Perú. Poco a poco, su quebradiza figura apareció en diarios y en pantallas, diciendo cosas sabias con bondad. Se lo sabía amante del bolero y de la barroca cocina peruana, y en tardes de domingo concurría a partidos de fútbol para alentar al Club Universitario de Deportes. Sin preverlo fue haciéndose querer, y sus libros se estrenaron, transeúntes, de mano en mano. ¿Cómo explicar esta súbita popularidad, esta casi impropia admiración por un hombre de modestia inmerecida y quien nunca había suplicado por un rincón bajo el sol de los reflectores? La respuesta puede estar en unas palabras que Jorge Luis Borges dedicó a William Shakespeare; lo llama «el menos inglés de los poetas de Inglaterra» porque fue el escritor del exceso en un país ―añadamos nosotros― que abusa de la moderación.
Así también, en cierto modo, Ribeyro es el escritor peruano que menos se parece al Perú. El estilo de aquel, calmoso y claro, es una lección de equilibrio en un país de hondonadas ―y no solo geográficas―. En el otro extremo de su estilo, el Perú es un país apremiado por la violencia, por odios cruzados como espadas y por cuentas pendientes entre clases y razas.
Es una ironía geográfica anotar que Ribeyro fue peruano; sin embargo, lo fue, y sus compatriotas lo adoptamos aunque poco se nos parecía. La razón de aquella paradoja quizá sea esta: Ribeyro es amado porque es lo que los peruanos deseamos que llegue a ser el Perú. Tal vez un anónimo paisano piense: «Quisiera que mi país sea como Ribeyro: sin odios, tolerante y coronado por la justicia que haga, de todos, hermanos; y yo también quisiera parecerme a él». Julio Ramón Ribeyro sigue siendo una buena costumbre. «Me recordarás porque me has querido» canta aún el Rey Javier Solís. A Julio Ramón Ribeyro le toca la memoria enamorada, la verdadera forma de la gloria. (Enero, 1995).