Rudyard Kipling escribió un relato falaz: El cuento más hermoso del mundo.
Mientras uno lo lee, todo va bien hasta que se entera de que el cuento más hermoso no es ese, el que se está leyendo, sino otro, que el autor menciona y nunca aparece. Estas cosas no se hacen, Kipling.
Tampoco importa mucho aquello pues el cuento (que llamaremos parábola) más hermoso del mundo lo escribió en el aire un hombre que nunca escribió nada. No es un cuento largo ni –es obvio- sufre el desquiciado tonelaje de las novelas actuales, de miles de páginas urdidas por autores a quienes les sobra todo el tiempo de los otros. Dicen que la vida es muy corta para leer novelas rusas; hoy, casi todas las novelas de moda son rusas.
El cuento más hermoso dura solo un párrafo; narra el encuentro sentimental de un despreciado caminante con un moribundo. “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó”, y en el camino lo asaltaron y casi lo mataron. Pasaron dos altos sacerdotes y no lo auxiliaron pues su orgullo era más grande que su caridad. Pasó también un pobre diablo: un mero habitante de Samaria, tierra de gente repudiada por los judíos de pro a que los samaritanos era “impuros”.
Tiempo ha, un emperador lejano había instalado allá a seres extraños, de religiones borrosas; con los años se mezclaron con ciertos judíos, y su descendencia mestiza se llamó “samaritana”. El samaritano de este cuento ignora si la víctima es judía (está silenciosa y desnuda), pero bien puede serlo.
Entonces, ¿por qué ayudarla? ¿Haría el otro lo mismo por él, mísero mulato de judío y gentil? En la duda, el samaritano no se abstiene: cura al moribundo; lo lleva a un mesón; paga para que lo cuiden y vela por su mejoría.
Este es todo el cuento; es breve y nada le falta. Es solo otro apólogo oriental, más su belleza no es estética: es ética. Leerlo emociona por algo secreto: admiramos al buen samaritano, pero –durante dos o tres segundos deseamos ser como él, ser él, y esta ambición nos purifica.
El ágrafo autor de ese cuento lo narró a un “doctor de la ley” para que aprendiese caridad pues la justicia, si no está en las leyes, siempre está en el corazón de los justos.