Estando próximos a celebrar los 201 años de la emancipación nacional, embanderando entusiasmados el frontis de nuestras viviendas, llevando orgullosos la escarapela nacional en el pecho, y aprestándonos a degustar la sabrosa gastronomía peruana, de colorido cebiche, suculentos anticuchos, deliciosa pachamanca y humeante lomo saltado, es inevitable reflexionar también sobre cuánto hemos avanzado desde el día de la proclamación en que, tremolando en alto el estandarte rojiblanco y con viva emoción, hiciera don José de San Martín de la independencia del Perú “por la voluntad general de los pueblos”, y cuánto hemos avanzado desde los primeros días de nuestra vida republicana.
Así vemos con estupor y vergüenza, y desde el panorama político actual en que la expresidente del Congreso, con insoportable aire virreinal, continúa dividiendo clasistamente el país en “blancos e indios”, que la historia registra muchos parecidos, como la conspiración surgida desde las entrañas de la independencia, cuando el presidente designado por el Congreso, conocido como el Marqués de Torre Tagle, se declaró súbdito del rey de España, conspiró en favor de los españoles y se sublevó contra las fuerzas patrióticas en la Fortaleza del Real Felipe del Callao.
Lo que siguió después, y como bien registra la historia, es que al poco tiempo el país fue sumido en el caos y anarquía por la angurria de caudillos militares que representaban variopintos intereses de los terratenientes de la época. La consecuencia la padecimos en la Guerra con Chile que nos encontró desarmados y el erario público esquilmado, pese a la bonanza que en su momento deparó la opípara explotación del guano y el salitre.
La guerra con Chile
Por eso la heroica tripulación del Monitor Huáscar, al mando del glorioso y homérico Miguel Grau, tuvo que partir al combate contra la numerosa y bien equipada flota chilena, sin abrigo ni zapatos, y solo con una frugal reserva de frijoles. Si alguien duda de esta precaria situación, veamos las pinturas que se publican aún en los textos escolares de las batallas de Tarapacá y Arica, en las cuales la tropa peruana viste de blanco porque los uniformes se los confeccionaron artesanalmente con tela donada de costales de harina, haciéndola presa fácil de los potentes cañones Krupp, implacables ametralladoras e inmisericordes balas enemigas.
Con el agravante de la cobarde huida del presidente Mariano Ignacio Prado, la renuncia de Piérola (luego de las batallas de San Juan y Miraflores); la alevosa entrega de Tacna, Arica y Tarapacá por parte de Miguel Iglesias, cuando la resistencia de Andrés Avelino Cáceres cobraba mayor auge y cundía la desesperación chilena, que fue derrotada épicamente por el Brujo de los Andes en las batallas de Concepción, Pucará y Marcavalle.
Luego, más de la primera mitad del Siglo XX fue una sucesión de gobiernos militares y civiles de origen oligárquico que vivieron parasitariamente del empréstito inglés y norteamericano, así como de la inversión y obra pública ejecutada entre concusiones y peculados. Solo a manera de ejemplo, véase la conocida novela del ahora marqués Mario Vargas Llosa, “Conversación en la Catedral”, donde se recrea el voluptuoso entorno y el compadrazgo del latrocinio que campeaba durante el régimen de Odría.
Los años 80 y 90
Nuestra generación supérstite, aún de los turbulentos años 80, ha conocido lo que es 2,000 % de hiperinflación, la recesión, el desempleo y aguda escasez durante el primer gobierno de Alan García; y el demoledor shock de Fujimori con el cual la población pagó en el propio e inocente estómago el precio de la crisis que ella no había generado. Sabe lo que es sudar todo un día para ganar diez soles de la época, luego de un mes de buscar angustiosos “cachuelos”; y, al día siguiente, ver que no servían ni para comprar un tarro de leche con el cual aplacar el hambre del niño que lloraba entre los brazos.
Mientras eso sucedía, el artífice de la crisis compraba casas en Bogotá, París y España; y, el de origen japonés, aceitaba (a través de Vladimiro Montesinos), a empresarios, periodistas, magistrados, generales, y cuanto hombre de poder desfilaba por la Salita de SIN para convertirlos en arlequines de su dominio dictatorial, y desvergonzado saqueo de las arcas públicas, que, entre otros conceptos, bordeó los 6 mil millones de dólares proveniente de las privatizaciones.
Y cuando pensábamos que todo lo habíamos visto, nos enteramos de que desde entonces operaba en el Perú la transnacional del soborno, Odebrecht, que con su reguero de coimas y cual Midas de la degradación moderna, convertía en robo todo lo que tocaba. Toledo, Alan García (no podía faltar nuevamente, y a quien la plata “le llegaba sola” o en loncheras), Humala, PPK, Castañeda, y casi todos los que se rifaron el poder, seduciendo al electorado con la promesa del “Futuro diferente”, o de “Honestidad para hacer la diferencia”.
Nuestros días
Más de doscientos años después tenemos cemento por doquier, y ya sabemos a qué precio. Tenemos centros comerciales en cada distrito, pero comemos chatarra y productos inorgánicos a diario; sobre saturado parque automotor, pero morimos cada día en las vías, ya sea hacinados en los buses, o contaminados de smog y virus del COVID en los pulmones. Es el desarrollo medido por el crecimiento del PBI, de la prosperidad de los inversionistas de la construcción, y de los grandes importadores de vehículos.
Pero no la calidad de vida traducida en empleo formal y digno, en educación pública de primer nivel, ni en salud preventiva y esmerada. Mucho menos en seguridad e integridad física. Estamos peor que en la época de la Colonia o del viejo Oeste, en que pululaban los asaltantes de caminos: no hay rincón libre de robos, extorsiones y secuestros al paso. En cualquier punto del país asola la delincuencia: en nuestras propias casas, barrios, centros de labores, parques, buses o restaurantes; y el que resiste ve extinguida su preciosa vida de un criminal e impune balazo.
La pandemia
Con la pandemia hemos visto partir a más de 200 mil compatriotas, casi el triple de lo perdido en vidas humanas en la sumatoria de la Guerra del Pacífico (12 mil muertos) y el conflicto armado interno (70 mil). En esa tragedia sanitaria, y en medio del desconcierto, pasamos de las recordadas estrategias del martillo, el huaino, el “Sálvese quien pueda”, hasta llegar al “Nadie se salva”. Más de 200 años después de la proclama de Independencia, “la ominosa cadena” del peruano oprimido que cantamos en el Himno Nacional sigue siendo parte de nuestra cruel realidad, y los eslabones no son solo de pobreza, miseria, sino también de enfermedad, abandono y muerte.
Doscientos años de haber vivido del guano, el salitre, la harina de pescado y los millones de toneladas de oro, plata y cobre extraídos de las entrañas de los Andes desde la época colonial, no han sido suficientes para construir un sistema de salud idóneo para resistir tiempos de pandemia ni catástrofe como los que aún vivimos. España, Inglaterra y Europa en pleno, así como los Estados Unidos, han crecido y se han enriquecido con nuestros recursos naturales; sin embargo, aquí los nuestros carecían hasta de bolsas para envolver a sus muertos, y en muchos lugares se izaban banderas blancas para suplicar la solidaridad que les permita parar la olla común del día.
Es verdad que la pandemia puso y tienen aún en jaque al mundo, y desarticuló todos los sistemas de salud, pero en otras latitudes los pacientes perciben la preocupación y el esfuerzo titánico de una sociedad organizada y con inversión en salud pública. En el Perú, muchos no figuraron siquiera en las frías estadísticas de fallecidos durante el primer semestre de la pandemia.
No es solo por el populismo y corrupción como la derecha económica y política pretendió explicar la hora trágica que nos tocó vivir; es, sobre todo, por la desigualdad estructural y centenaria, en la cual aquella medra y se recicla de múltiples formas, perpetuando una sociedad de privilegios de pocos y extremadas carencias de muchos. ¿Acaso no es ya historia consabida lo del populismo y corrupción de Alberto Fujimori, sin embargo, los grandes bancos y empresas se prestaron a sostener con ocultos y millonarios aportes la campaña electoral de la hija del exdictador, proyectando seguir medrando con ella de las arcas públicas?
Son 201 años de postergación que nos ha costado miles de preciosas vidas, donde los que ahora tienen el real poder económico, político y mediático se niegan a siquiera debatir las grandes reformas que el país necesita y a refundar la república; dedicándose sus representantes desde el Congreso tan solo a maniobrar legislativamente y a cambiar los artículos de la Constitución que necesitan para entornillarse en sus privilegios, como el fracasado tema de la bicameralidad y la reelección parlamentaria; así como para asestar el golpe de estado cuando les sea más propicio. Las mañas y angurrias de los caudillos militares y los terratenientes de la emancipación siguen allí vigentes.
Que esta inestable, azarosa y crítica conmemoración de la patria, y en medio del actual conflicto de poderes en nos encontramos sumidos, nos permita reflexionar sobre una real y pendiente emancipación de toda desigualdad, de toda corrupción (grande o pirañesca), y de toda improvisación e injusticia social. Tal vez no esté lejano el día en que empecemos a tomar el destino en nuestras manos, inspirados en los admonitivos versos del inmortal poeta César Vallejo, cuando decía: “¡Hay, hermanos, muchísimo que hacer…!”