Dado los últimos acontecimientos y tendencias electorales, este domingo se juega algo más que el futuro del país en los próximos cinco años. No solo está en juego lo sanitario, económico y social, sino también la memoria y dignidad.
Los hombres de bien, como los pueblos, pueden ser pobres y estar materialmente abatidos como lo estamos en estos trágicos días de pandemia, pero jamás debemos perder el recuerdo del oprobio ni el sentido de la dignidad, votando por quien representa la herencia de la degradación gansteril que padecimos en los infaustos años 90, donde el país era saqueado, los jueces comprados, muchos periodistas vendidos, los opositores encarcelados o desaparecidos, y los inocentes cobardemente ametrallados con silenciador a dos cuadras de Palacio de Gobierno.
Votar por Keiko Fujimori, la primera dama de la dictadura y quien avaló las electrizantes torturas a su propia madre, es legitimar el pasado tenebroso del gobierno de su padre, el condenado por corrupción, secuestro y sangrientos crímenes de Estado, Alberto Fujimori, a quien desvergonzadamente ha prometido indultar en caso de ganar las elecciones.
Votar por esa candidatura, sería la triste demostración de que hemos perdido la vergüenza como nación, que el virus destroza nuestros cuerpos, pero que ya tenemos destrozada el alma y la autoestima ciudadana. Solo así se explicaría que, hipócritamente, nos asuste la idea de contratar al denunciado por un hurto de reloj como vigilante del vecindario, pero nos llene de satisfacción elegir a quien está acusada de liderar una organización criminal y de lavar activos millonarios de la corrupción, y para quien el fiscal está pidiendo nada menos que 30 años de cárcel, dada la gravedad de los delitos atribuidos y la forma en que se habrían cometido.
Darle el voto a Keiko Fujimori sería una espeluznante burla a los 140 mil peruanos muertos por Covid que registra el Sinadef, ya que también son consecuencia de la falta de un sólido sistema de salud que su padre no implementó, por imponer a sangre y fuego un modelo económico de burdo crecimiento, saqueo y latrocinio, continuado por los gobiernos siguientes, donde hasta el oxígeno es objeto del más vil y repudiable negocio, mientras nuestros seres queridos mueren de asfixia; y, donde hablar de derechos humanos, salud y desarrollo es exponerse a ser tildado ignominiosamente de antisistema o terrorista.
Votar por la hija del exdictador es poner al país en manos de quien descuartizó la institucionalidad desde el Congreso disuelto, sometiendo al sistema democrático a una larga noche de cuchillos largos, producto de lo cual venimos padeciendo la inestabilidad de dos presidentes vacados y cuatro sucedidos en el cargo, siendo el más trágico legado de esto la impotencia del bisoño e inepto gobierno transitorio que tenemos para contener la tragedia sanitaria que hoy padecemos.
Dar el voto a Keiko, así sea en primera vuelta, y en las actuales circunstancias de extremadas pasiones que vive el país, es darle patente de corso para que, llegado el momento, no solo indulte a su padre, sino también a Vladimiro Montesinos, en gratitud de haberle pagado sus estudios y guardar silencio cómplice durante veinte años. Pero también ofrendar la cabeza de la justicia en bandeja de plata para que desmantele el equipo especial Lava Jato y terruquee a los fiscales, como ya intentó hacerlo en su momento, así como poner en riesgo la vida e integridad física de los mismos. Un adelanto de eso ya lo vimos en el chat de La Botica, con eso de “joder”, “chancar” y “matar” al fiscal.
En suma: votar por Keiko Sofía Fujimori sería reconocer que, como sociedad, no solo hemos sido víctimas del crimen y la corrupción, sino que somos parte de ella, porque la aceptamos, legitimamos y volvemos a consagrarla.