Este artículo es de hace 5 años

Los avances tecnológicos determinan nuestro destino

La familia estaba excitada, los técnicos, ya habituados, aguardaban tranquilos. La gran pantalla de vidrio solo emitía luces, rayitas y un raro ronquido. “Hay que esperar, cuando se nuble, podrán ver”, dijo el experto en TV.
Guillermo Giacosa

Año 1957: mientras los técnicos trabajaban para instalar nuestro primer televisor y conectarlo con la gran antena en la terraza, mi padre volvió a contar la historia que ya todos sabíamos: “Era -dijo- la tardecita y Pumpum (así llamaban a mi abuelo) ingresó a la casa con unos personas que traían una caja enorme.

La desembalaron y extrajeron un armatoste de madera brillante con un ojo en su frente”. Sabíamos el resto: mi abuelo lo enchufaría, reuniría a toda la familia y allí, todos sentados y silenciosos, escucharían un concierto de música clásica desde el Teatro Colón de Buenos Aires a ¡¡300 kilómetros de distancia!!

Esa inauguración del aparato de radio marcó la vida de mi padre que, desde entonces, comenzó a pensar que el progreso humano no tenía límites. En la tarde de 1957, cuando los técnicos dijeron: “todo listo” y encendieron el televisor, mi padre comprobó que siempre había tenido razón y soñó prolongar su vida para ver los nuevos prodigios.

La familia estaba excitada, los técnicos, ya habituados, aguardaban tranquilos. La gran pantalla de vidrio solo emitía luces, rayitas y un raro ronquido. “Hay que esperar, cuando se nuble, podrán ver”, dijo el experto en TV. Miramos el cielo, había nubes, podíamos ilusionarnos. Una hora más tarde apareció la primera imagen en nuestra casa. Era deslumbrante. Mi padre, radiante, celebró en ese instante una silenciosa boda con el televisor que, junto a mi madre, lo acompañaría hasta el último día de su vida.

Gracias al cielo, expresión exacta, la noche fue nublada y vimos mambos, una serie de misterio de Ibáñez Menta y una pareja bailando tangos hasta que unas ráfagas de viento dispersaron las nubes y nos fuimos a dormir con la sensación de haber asistido a un milagro incompleto.

A partir de entonces los días nublados permanecíamos en casa y los despejados los dedicábamos a amigos o enamoradas. Era duro vivir pendientes de las nubes y pasar el día evaluando cuán cubierto estaría el cielo nocturno.

No siempre acertábamos y más de una vez perdimos un buen programa o dejamos plantada a la novia para mirar una pantalla gris.

Vivíamos en Rosario, a 300 kilómetros de donde se emitía la señal de TV y ésta sólo llegaba cuando las nubes actuaban como una suerte de pared contra la cual chocaban las ondas para que nuestras antenas pudieran captarlas y convertirlas en imágenes.

Para mi padre era indistinto que hubiese o no nubes, él permanecía fiel e impasible frente al televisor, esperando el milagro. Creo que acumuló un record mundial de rayitas grises y blancas. No importa, él sabía que el progreso humano es infinito y se había sentado allí, donde tercamente permanece en mi memoria, para ser un testigo de la historia.

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El análisis y las expresiones vertidas son propias de su autor/a y no necesariamente reflejan el punto de vista de EL PERFIL
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