Gustavo Faverón ha escrito la mejor novela peruana del siglo XXI. Dicho esto, podríamos dejar de leer aquí esta columna e ir en busca de Vivir abajo para ver si tengo razón o no (siempre la tengo).
Esto de andar diciendo cosas como “X es el mejor escritor de nuestro tiempo” o “Z es el mejor cuento de los años 1600, cuando el tirano mandó”, es decir, estas afirmaciones salvajes que Fresán suelta cada vez que quiere (y siempre quiere), estas sentencias, decía, son peligrosas porque si el libro es un fiasco y no eres Diamela Eltit, quien también vomita generosos blurbs, puede costarte la reputación.
Vivir abajo es una novela escrita en estado de gracia. Solo se construyen obras magistrales como esta bajo encantamiento. Esto es algo que la crítica literaria jamás podrá explicar. Para escribir así hay que tener lo que decía el narrador de Rimbaud el hijo, de Pierre Michon, que se tiene cuando uno ejecuta su obra maestra: el hada. Y el hada aparece o no, se tiene o no. Uno escribe y al hada se le antoja estar contigo durante el parto de un texto de más de 600 páginas. Parece que a Faverón la gracia le ha sido concedida por tan largo lapso (es normal hallar un relato con altibajos, pero este no decae nunca).
La novela va de gente que busca extraer la piedra de la locura abriendo un orificio en el cráneo, de cárceles subterráneas, de manicomios, de torturadores y torturados, de un escritor chileno muy prolífico y muy inédito, de una pareja que vive cerca de un cementerio, de un enigmático poeta boliviano. El autor se ha dado maña para crear un texto monstruoso que cuenta el horror de las dictaduras en Latinoamérica y el horror del nazismo en Europa o el horror de las guerras en la humanidad. En suma, Faverón ha escrito la Historia.
La estructura es inteligente y pone ante el lector un fino trabajo de engranajes microscópicos que, posteriormente, van encajando con notable perfección. La narración —la puesta en escena del lenguaje y las múltiples tramas que
desencadena— es el punto más alto del libro. El texto va mutando: es surrealista, irónico, lúdico, delirante, hiperbólico, ingenioso, erudito. Faverón exhibe, además, una gran capacidad inventiva para fabular una historia tras otra. Mención aparte merece la acertada y necesaria pizca de autoficción presente en el relato.
Leí Vivir abajo, en un inicio, con toda la mala leche del mundo, buscando la prosa anémica, el lugar común, la metáfora sin brillo, y no encontré nada de esto. Todo lo contrario. Me fui rindiendo de a pocos y me dejé asaltar por la sensación de estar frente a un libro destinado a la trascendencia. Y, como es natural, he sentido envidia. Ya quisiera uno escribir así.