Fue precisamente cuando cumplía 24 años –nací el 19 de diciembre de 1941– que se me avisó que debía ir al Gran Hotel Bolívar (19 de diciembre de 1965), donde me esperaba una sorpresa.
Me iban a comunicar que, reunido el Jurado, entre los que estaban los maestros y grandes escritores Alberto Escobar y Paco Bendezú, a los que acompañaba el muy querido Marco Antonio Corcuera, presidente-fundador de la entidad organizadora del evento –esta era su II Convocatoria– y en la primera versión obtuvieron el ansiado galardón, nada menos que Javier Heraud y César Calvo.
Ahora habíamos ganado Manuel Ibáñez Rosazza, relevante vate trujillano, tempranamente desaparecido, y el suscrito, medio desconocido porque no tenía aún libro publicado alguno, y, además, era catedrático en la entonces lejana y llamada Universidad Nacional de Lambayeque (ahora es la Nacional de Chiclayo), adonde fui a ejercer cátedra en reemplazo del maestro Augusto Tamayo Vargas.
Ganar un premio –creo que es un lugar común– es ganar, asimismo, una retahíla de enemigos entre los que se cuentan, en primer lugar, los que no fueron galardonados, y que tenían no solo obra publicada, sino sus círculos de incondicionales que, por cierto, me veían como "la bête noir" (pero qué culpa tenía yo que ni siquiera vivía en Lima y no era habitúe de los denominados "cafés –mejor dicho cantinas– adonde se reunían los eternos aspirantes a los premios –cualesquiera fueran éstos– y se echaban flores y floripondios entre sí).
Yo estaba al margen de todo esto. No hacía "vida literaria" y el tiempo no me alcanzaba sino para intentar leer lo que no había tenido tiempo de leer, y estudiar y tratar con mis alumnos chiclayanos (uno de los que fuera nada menos que Yehude Simon, al que defendí, con un artículo periodístico, cuando lo encarcelaran acusándolo de terrorista).
El monto –dividido– del Premio en mención, me sirvió para publicar, en la inolvidable colección de "La Rama Florida", de Javier Sologuren, mi primer libro, La memoria del aire, y luego "Travesía tenaz, el galardonado.
Y así fue pasando el tiempo. Cada vez que cruzaba por Trujillo, en mi camino de ida o vuelta desde mi estancia chiclayana, gozaba de la amistad y el aprecio entrañables de Marco Antonio, hermano mayor de mi muy querido Arturo, con quien no dejábamos de vernos y de recibir sus generosos consejos de escritor militante, no solo de la literatura, sino del cambio social, por nuestro amor y admiración irrefragables por Cuba martiana y fidelista.
Sin darme cuenta, amén de no haber dejado de recibir el encono no solo de los que no ganaran este mencionado –y apetecido– galardón, sino de sus inevitables cotarros; sin darme cuenta he publicado 25 poemarios, 3 libros de cuentos y 10 de ensayos político-literarios (con estudios sobre Mariátegui, Vallejo, et al). Amén de que, parcialmente, mi obra creativa se encuentra en inglés, italiano, alemán, ruso, búlgaro y coreano (a raíz de un libro que escribiera sobre la Patria de Kim Il Sung, vencedor de los yanquis en la llamada "Guerra de Corea". A propósito es un error llamar Corea del Norte a la que es la República Popular Democrática de Corea, cuya capital es la admirable Pyongyang.) Han pasado los quinquenios y los decenios: la Barca de Caronte se ha vuelto ahíta con escritores como Heraud, héroe en la lucha de liberación nacional; Calvo, Watanabe, el propio Arturo y no hace mucho, Marco Antonio Corcuera, cuyo fallecimiento no ha obliterado la realización del Concurso "El Poeta Joven del Perú", ahora realizado por sus hijos, que siguen el ejemplo impertérrito de su gran progenitor.