Nunca murieron tantos. Ni en las guerras ni en las hambrunas ni en los tiempos del terrorismo. Miles cayeron por el virus y algunos por los disparos del Estado. Apagaron sus voces en las calles y las carreteras. Quien dijo que ni un muerto más tiene ya más de dos.
La vacuna no llega y el virus crece, muta. El sector salud sigue siendo vulnerable y el Gobierno transitorio se parece cada día más al que quería quedarse por mucho tiempo.
El 2020 es el peor de los años: con desempleo galopante, con velorios sin abrazos, con hambre y frío en el sur, con gritos de protesta en el norte.
Nuestro Congreso es como el coronavirus: abominable, despreciable, como una organización criminal cuyos movimientos causan estragos lamentables.
No volverán los tiempos antes del coronavirus. El tiempo pasa y lo que queda es adaptarse. Se equivoca quien espera que las cosas pasen para volver a vivir. El mundo no volverá nunca a marzo del 2020.
Lo bueno en medio de lo malo es la reacción de los jóvenes del bicentenario. Ellos quieren un nuevo país sin Gobierno represor, sin silencio de Sagasti, ni explotación, sin corruptos miserables, con democracia genuina.
Hay un pueblo que grita en plazas, calles y avenidas por un futuro mejor. Hay un pueblo que no se calla y este 31 de diciembre, en la Plaza San Martín, cuna de protesta, alzará su voz por los muertos del Estado caduco.
Hay siempre en medio de la oscuridad una luz que exclama: Optimismo y lucha.