El Perú entero está tomado hace mucho tiempo por el sicariato, extorsionadores y sanguinarios asaltantes, y donde ningún ciudadano se siente seguro de regresar a casa con vida. Ni siquiera dentro de ella, porque en algunos lugares los criminales incursionan hasta dentro de las viviendas a mano armada para llevarse todo, llegando al extremo de ultrajar a las mujeres que allí habitan.
El factor común es que, en casi todos esos casos, la Policía y las autoridades competentes brillan por su ausencia y llegan solo a recoger cadáveres, cuatro o cinco horas después. La prensa concentrada y cómplice suele justificar el abandono de la seguridad ciudadana por parte del Estado informando que se trataría de un “ajuste de cuentas”, ofendiendo así la memoria de quienes han sido víctimas de la extorsión por no acceder al pago de cupos delincuenciales.
El Estado ha sido tomado y copado por la corrupción y la delincuencia política más nefasta de los últimos tiempos, donde la representación nacional del Congreso está empezando a ser conocida por la población como “Los Cogoteros de la avenida Abancay”, el Poder Ejecutivo liderado por quien tiene las manos manchadas de sangre y hasta de haberse llevado las donaciones de una iglesia en Apurímac, un Tribunal Constitucional al servicio de ambos, el sistema de justicia amedrentado por todos ellos; y, la más alta investidura de quien ejerce la titularidad de la acción penal, cuestionada por sus tesis y grados académicos bamba, así como por favorecer la impunidad de una pariente acusada de liberar narcotraficantes de alto vuelo internacional (no debería extrañarnos entonces que, en la misma línea de impunidad, una fiscal de menor jerarquía haya liberado hasta los cómplices del “Maldito Cris para que sigan robando y matando).
Sin embargo, en estas horas en que el hartazgo ciudadano se apresta a tomar las calles para levantar su legítima voz de protesta democrática y exigir nuevas elecciones, referéndum por una asamblea constituyente, y sanción a los culpables de la masacre y violación de los derechos humanos de meses anteriores, aparecen los tanques, ametralladoras e impresionantes legiones de policías desfilando por las calles con ruidosos cantos intimidatorios. El presidente del Consejo de Ministros, Alberto Otárola, por su parte, ha ordenado públicamente el “uso de la fuerza”; lo cual, en el contexto de los 60 abaleados entre diciembre y marzo pasados, suena a la anticipación de otra masacre, más aún, después que en semanas anteriores Dina Boluarte (palabras más o palabras menos) anunció “más muertes” para las marchas del 19 de julio y los días siguientes.
Y, como de preparar otra masacre se trata, es necesario legitimar la misma, y qué mejor que estigmatizar a los manifestantes de “terroristas” nuevamente; pero esta vez con mayor anticipación y trabajo psicosocial de por medio. Para eso cuentan con los servicios siempre oportunos del narcotráfico del VRAEM, y en esta ocasión con los servicios de la desconocida “camarada Vilma”, a quien Otárola y el poder mediático han promocionado como a un gran actor político y anunciado que van a “notificarle” de lo que haga el Estado peruano.
Este tenebroso procedimiento de usar el senderismo a su conveniencia y necesidades es de clara estirpe fujimontesinista. Ya lo hicieron en años anteriores, mediante las cartas de Abimael Guzmán con las que Alberto Fujimori ganó el referéndum de aprobación de la Constitución del 93 y su primera reelección, así como con las dos cartas que Vladimiro Montesinos envió al líder subversivo para que ayude a Keiko a ganar las elecciones del año 2016.
Por si fuera poco, los grupos fujimoristas de probada práctica violentista como los autodenominados “La resistencia” y “Los “combatientes”, han anunciado, mediante Roger Ayachi Soria, uno de sus cabecillas que suele tomarse fotos con el general Oscar Arriola (actual jefe de la DIRINCRI), que también marcharán, pero para golpear violentamente a los que protestan. Sobre ese truculento anuncio ninguna autoridad ha expresado voz de condena o preocupación alguna, como tampoco dijeron algo cuando hace poco un líder de esos grupos amenazó de muerte al presidente del Jurado Nacional de Elecciones, Jorge Salas Arenas, en la puerta de su propia casa.
Esas amenazas ponen en evidencia la intención y el odio de quienes se sienten empoderados por la derecha política en el poder; y que, por supuesto, no deben pasar desapercibidas en estos meses de alta crispación política. Recuerden los llamados de López Aliaga de “dar muerte a Pedro Castillo”, así como de José Barba Caballero (exdiputado y senador aprista) de prender al expresidente con un lanzallamas y sacarlo arrastrado de Palacio de gobierno, porque era “comunista”; tampoco olviden la jactancia de Maricamen Alva de que “las fuerzas armadas están con nosotros”. El resultado de ese odio y sus amenazas ya lo vimos: 60 asesinados durante las protestas a raíz de la caída de Castillo.
La coalición derechista en el poder desde diciembre del año pasado siente peligrar sus negocios y privilegios, así como de los poderes económicos que se mueven tras ella; por eso ha tomado las protestas como si se tratara de una guerra subversiva y no un conflicto por auténtica democracia y mayor participación ciudadana, así como por la sanción judicial a las víctimas de derechos humanos. Debido a ello ha planteado la estrategia militarizada y policial de copamiento de territorio, tomando policialmente los espacios públicos como la Plaza San Martín, Manco Cápac, Campo de Marte, Paseo de los Héroes Navales, entre otros; así como la declaratoria de intangibilidad de la Ciudad de Lima y de emergencia de la red vial a nivel nacional. Agréguenle a eso el registro personal, filmación y grabación de voz de los marchantes de provincias en su esforzado peregrinaje a la capital. Solo faltan los operativos rastrillo y desapariciones forzada, porque ejecuciones extrajudiciales ya las han efectuado.
¿Alguien duda de que esto es una dictadura? El mundo entero es testigo en estos meses de la flagrante violación de los derechos fundamentales a la vida, la salud, la libertad de tránsito, de reunión, expresión y protesta; consagrados no solo en la Constitución Política del país, sino también en la Declaración Universal y la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Allí están los lapidarios informes de la Defensoría del Pueblo, de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, de Human Rights Watch y de Amnistía Internacional.
No se extrañen también que en cualquier momento empiecen los “atentados terroristas” o éstos se realicen dentro de las protestas, a partir del 19 de julio, como los hicieron los servicios de inteligencia durante la marcha de Los Cuatro Suyos en que incendiaron el enorme edificio del Banco de la Nación, en pleno centro de Lima, con seis vigilantes adentro, durante el gobierno de Alberto Fujimori, para culpar a los manifestantes. La desesperación del poder mafioso siempre deviene en actos de criminalidad para sostenerse.
Pero allí está la clave de su derrota: la estrategia de guerra subversiva será un boomerang contra ellos, porque no se puede enfrentar la movilización ciudadana con una estrategia de guerra, como si el pueblo fuese el enemigo; cuando éste es el titular y único soberano del poder, por mandato expreso del artículo 45 de la Constitución Política y de todas las constituciones de los países democráticos del orbe. Ninguna persona, organización, fuerza armada o policial, puede despojarlo de él, ni arrogarse el ejercicio del atropello a los derechos fundamentales antes mencionados. La prepotencia represiva solo esconde el miedo cerval que en estos días angustia a la coalición de gobierno. Ya hemos visto a Dina Boluarte y Otárola culpando ante la Fiscalía, a militares y policías de los asesinatos de diciembre y enero.
Pero, hagan lo que hagan, no podrán evitar que desde la inmortalidad los caídos los pongan en el banquillo de los acusados, ya sea en el Perú o en la Corte Penal Internacional de Roma. Para eso la indignación ciudadana, a partir de este 19 de julio, debe recuperar el Estado y la democracia de la delincuencia política, y luego las calles de la delincuencia común. El Perú es de los hombres y mujeres de bien y no de los mafiosos.