Suelen preguntarme que he encontrado en el Perú para echar aquí raíces. Mi primera respuesta siempre es: la diversidad cultural. Esta diversidad es como estar viviendo en varios países al mismo tiempo. Y de hecho es cierto el Perú es multicultural y plurinacional.
Terminé de convencerme de esta realidad cuando desembarqué en Iquitos. Todo era tan distinto que llegó a extrañarme que no me pidieran pasaporte. Esa ciudad respira vida, más aún cuando uno viene de la asfixiante Lima.
Iquitos y su entorno de río y selva transmiten una vibrante vitalidad. Estar allí es estar enteramente allí: el clima humano, sin discursos, ni solemnidades, otorga inmediata y espontánea carta de ciudadanía.
Sus habitantes son, además, tan generosos en el trato como la naturaleza que los rodea. Y no es casualidad, ni accidente. Es pura y lógica armonía entre el ser humano y su entorno sin las distorsiones propias de las grandes urbes.
Iquitos es una prueba que se puede ser una gran ciudad sin ser una ciudad grande y sin caer en la repetida estupidez humana que procura la desmesura como forma de afirmación. Para desmesura están el Amazonas y la selva que son las desmesuras donde curiosamente uno recupera la humanidad que, a menudo, le hacen perder el estrépito, la rigidez y el anonimato al que nos obligan todos aquello que inventaron un planeta de cemento, una economía de apuros y una comunicación de plástico.
Quizás idealizo Iquitos porque vengo de Lima donde el tiempo que paso al volante lidiando con otras bestias como yo, es el mismo que emplee, en un plácido barco, para llegar a un albergue en la selva que es pura maravilla: la selva primero, naturalmente, y el albergue después como espacio para repensarla e incorporarla. La selva se siente, se ve, se huele, se toca, se oye.
La selva suena y tiene olor a vida, a gestación incesante: es una promesa de parto esperado y deseado pero sin angustias, sin estridencias, sin prisas.
Y cómo no podía ser de otro modo la ciudad, que creció en el corazón de esa unidad que integran la selva con sus ríos, esta poseída por la energía y el aliento de vida de su entorno. A la feracidad de la naturaleza la ciudad de Iquitos responde, para ser coro, para ser parte, no para disentir, con la riqueza de la creación cultural humana.
Me sorprendió, además, el dinamismo sonriente y sin estrés con el que se trabaja, el interesante nivel de su desenfadado periodismo y la persistente labor de algunas organizaciones locales en defensa de un estilo de vida del que tenemos mucho que aprender.