Es un lugar común en muchos tratar de reinstalarse en el pasado, en algunos momentos considerados gratos o portadores de esperanza, pero no precisamente de la historia personal o familiar por el pragmatismo de entender que ese retorno es imposible. Los años pasan, o por mejor decirlo, los seres humanos pasan ante el presente, y los seres queridos que se fueron idos están.
Se invoca la vuelta al pasado, etéreamente, para la sociedad, para devolverle ciertas costumbres que cedieron ante otras, magnificando lo que entonces se vivía; o para volver a manejarla y exprimirle ciertos beneficios. El moralista contempla allí la realización de sus máximas rectoras del buen comportamiento; el ciudadano probo se lamenta de la desaparición de algún ideólogo en el cual creyó; el explotador se regocija de la manera como aniquilaba a sus trabajadores, y con más crueldad si eran indios o negros; el político venal ya viejo celebra aún, aunque con cierta tristeza, como metía las manos en la bolsa del Estado y las sacaba pletóricas de dinero; el militar en retiro disfruta con el sabor de las victorias que ganaron otros en tiempos pretéritos.
Es la trampa de la nostalgia que se cuela como una droga y puede volverse adictiva.
En política ese retorno al pasado se denomina restauración.
Por lo general dura muy poco. Es la impronta de la evolución. La realidad social no la admite y recupera su cauce normal.
Un caso emblemático de restauración fue el emprendido por Juliano II, emperador de Roma del 361 al 363, cuando murió. Desde el Concilio de Nicea de 325, el Cristianismo se había impuesto ya como una religión vinculada al Estado por decisión del emperador Constantino en su lucha contra los grupos rivales conformados por paganos. Luego de escapar de una matanza, Juliano apartó a los cristianos y, colérico, quiso volver a los cultos paganos. Su tentativa sólo duró dos años. El Cristianismo se había extendido ya a la mayor parte de familias nobles y representaba en esos momentos el progreso. A la muerte de Juliano, a quien motejaron por eso como el apóstata, las cosas retornaron a la situación en la que habían estado, hasta que en el año 380 el emperador Teodosio, por el Edicto de Tesalónica, convirtió al Cristianismo en la religión oficial y única del Imperio Romano. Luego, el Cristianismo evolucionó también, tendiendo un manto negro sobre la civilización occidental hasta que la ciencia comenzó a retirarlo mil doscientos años después.
Luego de la Revolución Francesa de 1789 y del gobierno de Napoleón, hubo una restauración que la revolución de 1830 sacudió y erradicó la revolución de 1848.
Estos retornos duran muy poco, y cuando suceden se tiene que soportarlos hasta que algunos o muchos se empeñen en salir de ellos.
En el Perú, hay también casos de nostalgia política.
Una expresión de la iconografía de José Carlos Mariátegui está constituida por las citas a granel de sus escritos. Se emparenta con la nostalgia por la Revolución Rusa de 1917. Dos hechos que ocurrieron hace cien años. Son como dogmas de una religión. Y, aunque los comunistas ermitaños que los invocan no lo dicen, subliminalmente quisieran revivir ese pasado.
Es parecida la actitud de los adoradores de Haya de la Torre. Quisieran tenerlo de vuelta en sus locales, acariciándolos con sus discursos, los que, dicho sea de paso, nunca explicaron la contradicción entre sus escritos incendiarios e indignados de la década del veinte y su proclividad posterior a abrazarse con las familias oligárquicas y los militares que lo persiguieron; ansiarían verlo amonestando cariñosamente a sus discípulos, inculpados por los fiscales, por haber interpretado burdamente que esa contradicción se manifestaba también como la convivencia de su ideología y la corrupción.
Con menos ambición, los seguidores de Belaúnde Terry se dejan guiar por el pensamiento momificado de este.
Velasco hizo lo que tuvo que hacer en su momento que concluyó cuando fue desplazado por la restauración vestida de blanquita neoliberal y de gheiza.
Y hay otros ejemplos de lo mismo.
Cinco siglos antes de Cristo, Heráclito enseñaba en Efeso, una ciudad griega situada en la actual Turquía, que todo se mueve y cambia y que nada vuelve a ser como ha sido. Ejemplificó su pensamiento con una frase que se tornó célebre: el hombre nunca se baña dos veces en las aguas del mismo río. Parménides, otro filósofo griego que vivió por el mismo tiempo en Elea, ciudad griega del sur de Italia, se le tiró encima airadamente, sosteniendo que nada cambia y que el ser, o sea todo, es inmutable y eterno. Fue este el comienzo de un enfrentamiento en la Filosofía que duró más de dos mil años hasta que Carlos Marx demostró, sin ningún jerónimo de duda, que la razón estaba con Heráclito.
Y si todo cambia, nuestra sociedad está también cambiando y requiere, por lo tanto, nuevos exámenes de lo que sucede ahora, de las fuerzas sociales que se enfrentan, de las causas estructurales de la corrupción secular que aniega todas las instituciones, nuevos puntos de vista, nuevas propuestas, nuevos proyectos.
Uno de los efectos más letales de la nostalgia es la desaparición del pensamiento crítico, continuada con la fobia hacia este.
Las multitudes, integradas sobre todos por jóvenes, que salen a las calles en Chile y Colombia expresan la necesidad de este cambio para el cual requieren proyectos concretos destinados a modificar la estructura económica y las superestructuras política, jurídica y cultural, so pena de desinflar su ira y determinación. Aunque puedan no declararlo son seguidores de Heráclito.
Las otras multitudes, menos numerosas y compuestas por gentes de la burguesía y la pequeña burguesía blancas y blanquiñosas, que también salieron a las calles en Bolivia a ensañarse con los indios que encontraban a su paso, tienen marcada la intención de la restauración en sus rostros. Y, aunque jamás hayan oído hablar de Parménides, son sus larvas ideológicas. Pero pasarán, como todas las restauraciones, aunque no sin esfuerzo.