Cada vez que un periódico o un periodista son demandados por la difusión de hechos o conceptos que afectan a alguna persona, sacan a relucir, como medio de defensa, las libertades de expresión e información, casi siempre en términos difusos y atribuyéndoles la ininpugnabilidad de una patente de corso. Es muy raro, sin embargo, que condenen a alguien de la prensa grande. Las pocas sentencias recaen sobre periodistas de la prensa chica o independientes (free-lances).
Hace ya muchas décadas un periodista, que alquilaba un espacio radial en Lima, se dedicaba a denunciar a determinadas personas imputándoles ciertos hechos con cuya difusión pretendía desprestigiarlas. Se dijo entonces que le pagaban por esos ataques y también que los agraviados arreglaban con él su silencio subsiguiente. Sus numerosos oyentes alimentaban su intelecto con esos chismes que comentaban profusamente con parientes y amigos, y, por supuesto, las autoridades nunca miraban hacia ese lado.
Antes y después, la crítica política por los medios de prensa, siguiendo un camino parecido al de ese periodista radial, ha tenido por regla execrar a determinados personajes adversarios del establishment, publicando cuanto pueden averiguar, deducir o imaginar de su vida pública y privada.
Las libertades de expresión e información son derechos de las personas constitutivos de la democracia y del Estado de Derecho. La libertad de prensa fue registrada por vez primera en la Declaración de Derechos de Virginia (Estados Unidos), de junio de 1776, “como uno de los grandes baluartes de la libertad” (art. XII). Con mayor precisión, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de la Revolución Francesa de 1789, la consagró con el siguiente texto: “La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más valiosos del hombre; todo ciudadano puede por tanto hablar, escribir, e imprimir libremente, sin perjuicio de responder por el abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley.” (art. 11º). Con términos semejantes, estos derechos se reprodujeron en las constituciones políticas democráticas y en las declaraciones universales de derechos.
La libre comunicación de los pensamientos y opiniones no es absoluta, sin embargo; tiene límites legales y fácticos.
Los legales surgen de la misma estructura de los derechos fundamentales de las personas que no deben ser afectados. “La libertad –dice la Declaración de los Derechos del hombre y del Ciudadano– consiste en poder hacer todo lo que no dañe a otro: así el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre no tiene otros límites que los que aseguran a los demás miembros de la sociedad el goce de estos mismos derechos.” (art. 4º).
Por lo tanto, la libertad de información y de prensa no debe dañar ni vulnerar los derechos de las personas. Esto quiere decir que se debe respetar a la persona humana y a su dignidad, su honor y buena reputación y su intimidad personal y familiar; que no se le debe discriminar por su origen, raza, sexo, idioma, religión, opinión, condición económica o de cualquier otra índole; que no se debe afectar su identidad étnica y cultural ni la presunción de su inocencia; y, asimismo, que no se debe atentar contra los otros derechos reconocidos por la Constitución.
La nuestra dice: “Toda persona afectada por afirmaciones inexactas o agraviada en cualquier medio de comunicación social tiene derecho a que este se rectifique en forma gratuita inmediata y proporcional, sin perjuicio de las responsabilidades de ley.” (art. 2º-7).
Vale decir que no basta decir la verdad, una obligación esencial de los medios de comunicación social; además, no se debe agraviar a las personas. Estos medios y quienes trabajan en ellos no están exceptuados de los artículos del Código Penal que reprimen la difamación, la injuria y la calumnia, incluso si repiten las afirmaciones de otros o de publicaciones precedentes.
Los límites fácticos de la libertad de expresión y comunicación social están dados por la libertad de empresa y la contratación laboral. Esta libertad es, en realidad, privativa de los dueños de los medios de comunicación social; no de los periodistas contratados para las tareas de recolección de la información, redacción, dibujo, tratamiento de texto, programación y otras labores conexas.
El periodista contratado debe atenerse a los términos del contrato de trabajo que tiene como ejes el poder de dirección del empleador y la correspondiente obligación de obedecer del trabajador. Esto quiere decir que el periodista y otros trabajadores de la prensa no pueden decir lo que deseen, sino sólo lo que se les ha ordenado, a condición, se sobreentiende, de que los textos a difundir no violenten la ley. Si infringieran esta obligación podrían ser despedidos por falta grave (Decreto Legislativo 728, art. 25º-a, b, d). En otros países la situación es similar (por ejemplo en Francia y en Italia). Así resulta que en los periódicos de derecha, los periodistas no pueden emitir opiniones de izquierda, ni en los de izquierda criterios de derecha.
Si el periodista entiende que la libertad de expresión y de prensa le pertenece debe manifestarlo antes de ser contratado. Es casi seguro, sin embargo, de que si opusiera reparos a esta condición, no lo contratarían o no le publicarían sus artículos. Tal la razón de que en los periódicos, la TV y la radio, tanto la información de las noticias como las opiniones críticas, firmadas o no, expongan los deseos de sus propietarios, puesto que son estos los titulares de la libertad de expresión y de prensa. Lamentablemente, los periodistas son convertidos así en mercenarios de la prensa y muchos se someten a esta manera de ser, sobre todo, si es su fuente profesional de ingresos.
Es evidente que un contrato de trabajo o de edición sería nulo si en él se estipulase que el periodista se obliga a escribir o publicar artículos o material que no digan la verdad o que agravien a determinadas personas a voluntad del propietario del medio de prensa. Sería lo mismo que si otro profesional o trabajador se comprometiera a producir mercancías dañinas o sin las características ofrecidas. En tales casos, sin embargo, las infracciones a la ley no se documentan; quedan implícitas como convenios tácitos que no dejan de ser nulas, aunque los periodistas las acaten por necesidad o conveniencia. Si un periodista digno rehusase obedecer una orden del propietario del medio de prensa que transgrediese una ley o faltase a la verdad, no cometería falta grave y no podría ser despedido válidamente por ello, puesto que esa orden sería nula.
El poder enorme que la prensa tiene, manejando la información y la crítica, procede de su capacidad de influir en la mente de la mayor parte de personas. Es un proceso semejante al de la propaganda comercial que se vale de la difusión de las virtudes, ciertas o pretendidamente ciertas, de las mercancías, para inducir su consumo. En el caso de la información y la crítica de la prensa, los destinatarios son los ciudadanos y su mercancía es la instilación en las mentes de estos de determinadas opiniones y preferencias políticas. Es un procedimiento de alienación de la opinión pública para que esta crea que lo que ellos dicen es la verdad, que los buenos son los que ellos santifican y los malos los que vituperan, que los únicos literatos y científicos son los que ellos entrevistan o aparecen en sus páginas y los demás no existen.
La difusión de noticias y opiniones por Internet los ha neutralizado bastante y ha abierto un campo cada vez más extenso de expresión para las personas que quieren decir lo que piensan o saben o mostrar sus habilidades.
Por la importancia de los medios de prensa, se ha limitado su concentración. Lo hace la Constitución peruana, aunque en términos imprecisos (art. 61º), y la Ley de Organizaciones Políticas, 28094, ha sido modificada (por la ley 31046 de setiembre de 2020) para regular la franja electoral de manera de darles a los partidos políticos cierta equidad en los espacios de radio y TV (art. 38º) y en la publicidad contratada (art. 39º).
Estas disposiciones no han podido impedir, sin embargo, que en la reciente campaña electoral los propietarios de los medios de prensa escrita y hablada hayan intervenido abiertamente, favoreciendo a los candidatos de su preferencia y denostando a los demás y, en particular, al maestro de escuela y al partido que lo postuló, y que su campaña demoledora continúe, acumulando inexactitudes, falsedades y agravios y dirigiendo sus reflectores a la vida privada de las personas que tienen en la mira. Este comportamiento agresivo tiende a constituir un nuevo ilícito penal que podría denominarse acoso periodístico.
Es evidente que el cuadro legal de base de los medios de prensa es insuficiente y que será necesario que en la próxima Constitución política de nuestro país se incorporen disposiciones que prescriban claramente un porcentaje máximo de concentración de los medios de prensa, cualesquiera que sean, no superior al 30%, su obligación de decir la verdad y su responsabilidad por sus hechos ilícitos.