Miguel Ángel Quintanilla nació en 1945, en Segovia, una pequeña ciudad de origen romano a 100 kilómetros al norte de Madrid, que el filósofo ama y se ufana de su belleza. Es catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia de la Universidad de Salamanca. En el año 2006, fue nombrado secretario de Estado de Universidades e Investigación en España.
Lo invitamos al curso internacional «Tecnología y Sociedad: una aproximación desde la filosofía científica», que se realizó entre el 31 de agosto al 4 de setiembre de 2004, en un ambiente de diálogo y polémica con filósofos, científicos y técnicos representativos del Perú. Participaron como panelistas: Juan Abugattás, Francisco Miró Quesada Cantuarias, Luis Piscoya, Raymundo Prado, Walter Riofrío, Virgilio Roel, Carlos Romero Sanjinez, Teófilo Vargas y otros investigadores y científicos peruanos. Publicamos este diálogo de aquellos tiempos porque los temas que aborda tienen palpitante actualidad.
—No puedo empezar sin preguntarle cómo fue su educación primaria y secundaria, pues esta se realizó en tiempos de la dictadura de Franco.
—La normal de un niño de aquella época en un régimen como el de la dictadura de Franco, en España. Una educación muy cerrada, católica y sesgada hacia ideas tradicionales. Muy alejada de la ciencia, por cierto, pero bastante rica en contenidos culturales de la tradición clásica: latín, filosofía, etcétera.
La educación de un niño tiene dos aspectos: uno es el aspecto intelectual y otro es el aspecto afectivo. El aspecto intelectual de mi educación dejó mucho que desear en las primeras épocas hasta los dieciocho años. En cambio, disfruté de un gran ambiente acogedor, afectivo por parte de mi familia, lo que siempre me impulsó a seguir investigando por mi cuenta. En general, mi infancia fue muy feliz desde el punto de vista intelectual y afectivo.
—Mario Bunge dice de usted que es el filósofo de la ciencia y la técnica más original en España y que trabajó con Piaget un tiempo y también con él en McGill, en Montreal. ¿Su estancia en McGill tuvo alguna influencia en su carrera, en su vocación?
—Mi estancia en Ginebra con Piaget, en 1970, aunque por un período corto, fue muy importante. Yo era un estudiante de doctorado, recién graduado en la Universidad de Salamanca; fue mi primer viaje al extranjero. Fui a un centro de excelencia académica, como era el Instituto de Epistemología Genética de Ginebra. Y conocí una gran figura del pensamiento científico y filosófico de la época, Jean Piaget. Me impactó muchísimo; tanto, que estuve a punto de cambiar la orientación de mi tesis y en vez de dedicarme a la filosofía quise optar por la epistemología y la psicología evolutiva. De hecho, hice investigaciones en psicología evolutiva, en un proyecto que inicié en Ginebra con Piaget y terminé después en España, cuyo objetivo era detectar cómo las condiciones ambientales podían influir en el desarrollo intelectual de los niños que vivían en zonas rurales y urbanas atrasadas. Aprendí muchísimas cosas. Recuerdo una anécdota curiosa: yo soy muy desordenado, le digo que los grandes genios son así [sonrisas] y esto lo aprendí en casa de Piaget, en Ginebra, un día que me invitó a su casa y me dijo «siéntese» y yo repliqué «¿dónde me siento?», pues la casa estaba llena de libros, hasta por el suelo, y para sentarte debías quitar los libros de una silla y hacerte un huequito. Digo que esto es curioso porque Piaget escribió con un estilo cartesiano, las ideas salían de su cabeza en orden perfecto, pero su casa era un almacén de libros y papeles desordenados; solo había un cuadradito limpio en su mesa de trabajo, justo el sitio para poner las cuartillas sobre las que escribía.
Mi estancia en McGill fue más tarde, en el año de 1979, y esa sí que marcó definitivamente mi carrera filosófica. Conocí al profesor Bunge en Bucarest, el año 1971, en el Primer Congreso Internacional de Lógica y Filosofía de la Ciencia, al que asistí recién terminada mi tesis doctoral, y me encantó la acogida que me hizo en cuanto se enteró de que era un joven filósofo español interesado por la filosofía científica. A partir de entonces mantuvimos una relación de amistad por la que me siento muy honrado. Cuando me invitó a pasar una temporada con él en Montreal, estaba trabajando en los primeros volúmenes de su monumental Treatise on Basic Philosophy. Pude leer los manuscritos de su Ontología basada en la Teoría de Sistemas. Eso me influyó muchísimo. Las ideas básicas de mi filosofía de las tecnologías las concebí allá, en diálogo con él y con un colaborador y discípulo suyo, Dan Seni, que es experto y profesor de organización empresarial. Tuvimos muy interesantes conversaciones sobre planificación, organización racional de la acción, etc. Este es el origen de las ideas fundamentales de mi filosofía de la tecnología.
—¿Qué otras influencias, en filosofía, recuerda usted en su formación?
—En España, la del profesor Carlos Paris, que tuvo bastante influencia sobre mí. Él me dirigió en un trabajo de fin de carrera sobre los Manuscritos económicos y filosóficos de Karl Marx. El profesor Paris ha influido bastante en toda una generación de filósofos españoles, porque es muy abierto hacia las corrientes del pensamiento científico, tanto en la primera época de sus escritos, en los años cincuenta, cuando mostraba muchas influencias de tipo existencialista y de una filosofía de inspiración cristiana, como después, cuando se aproximó al marxismo. Quizá no haya influido tanto por sus teorías cuanto por su actitud de apertura al pensamiento científico y su interés por la sociedad tecnológica.
Ya en los años cincuenta escribió un libro de filosofía de la tecnología: Mundo técnico y existencia auténtica. Era muy notable que un filósofo español, dentro de aquel régimen de poca libertad, estuviera tan abierto a los problemas de la filosofía más avanzada. Esto me influyó bastante; y también la relación humana con él, aunque luego cada cual ha seguido caminos algo diferentes. En concreto, hay una idea fundamental en mi filosofía de la tecnología, la idea de que los sistemas técnicos deben concebirse como sistemas de acciones, antes que como sistemas de conocimientos, que proviene de Carlos Paris, aunque su origen se remonta al ensayo de Ortega y Gasset Meditación de la técnica.
En el plano de la filosofía internacional, mi tesis doctoral fue sobre la filosofía de la ciencia de Karl Popper y, naturalmente, esto hizo que el pensamiento de Popper tuviera una gran influencia sobre mí, a pesar de que mi tesis era muy crítica con el popperianismo. Cuando hice mi tesis doctoral, estaba muy inspirado por la filosofía de origen marxista, relacionada con la filosofía de la Escuela de Frankfurt, el estructuralismo francés, etcétera. Popper aparecía como un representante de un pensamiento liberal, que resultaba muy sospechoso a la luz del pensamiento marxista. Sin embargo, aunque mi tesis era bastante crítica con algunos supuestos de la filosofía de Popper, la actitud filosófica de este autor, el racionalismo crítico, el compromiso con la ciencia y la actitud reformista ante los problemas sociales y políticos han dejado huella indeleble en mi formación.
—Para usted, que ha trabajado en el tema y que tiene un especial punto de vista, ¿cuáles son las ramas más promisorias de la filosofía de la técnica?
—La filosofía de la técnica todavía no está suficientemente desarrollada como para ser un árbol con muchas ramas, pero creo que lo más interesante (no lo más promisorio, porque no sé muy bien por dónde evolucionará esto) es que algunos estamos intentando desarrollar una filosofía internalista de la técnica. Es decir, no se trata solo de hacer sociología y politología o economía de la técnica, sino también análisis conceptuales de los problemas filosóficos implicados en el desarrollo tecnológico.
Mucha gente dice que eso no es importante, que es perder el tiempo, que hay muchas aportaciones que vienen del campo de la economía, de la politología, etcétera. Pero yo estoy convencido de que hay muchos problemas prácticos, incluso en relación con el desarrollo tecnológico, que no se afrontan de forma adecuada porque los fundamentos conceptuales son muy débiles, ya que no ha habido una construcción adecuada por parte de los filósofos.
La mayoría de los filósofos que se han ocupado de la filosofía de la tecnología lo han hecho desde el punto de vista moral y político y no desde el punto de vista conceptual y analítico. Creo que lo que hay que hacer en estos momentos es aclarar el concepto de eficiencia, el concepto de sistema técnico, hacer teoría sobre el desarrollo tecnológico que enlace con los problemas prácticos del diseño de políticas científicas y tecnológicas. Es el reto en la filosofía de la tecnología.
—Nos interesa conocer su opinión acerca de algunos problemas importantes que podrían ser materia de investigación o de preocupación actual de la filosofía de la técnica...
—Tengo un alumno que está trabajando una tesis doctoral, un alumno latinoamericano, por cierto, sobre el concepto de eficiencia técnica. Espero que en unos meses esté terminada y que se publique y tenga gran repercusión.
Otro tema interesante es la relación entre tecnología y cultura popular. También tengo unas alumnas que iniciarán sus tesis doctorales sobre la presencia de los mitos tecnológicos en algunas manifestaciones de la cultura, como el caso concreto de la literatura, y más específicamente en la literatura inglesa de principios del siglo XX comparándola con la literatura española y latinoamericana. Es una tesis interesante sobre cultura popular, cultura literaria y cultura tecnológica. Esos temas necesitan investigación y son importantes, pero hay mucho más. Lo que necesito son más alumnos que quieran trabajar en esto. Por ejemplo, problemas conceptuales en el diseño de políticas científicas.
Otro colaborador mío, Bruño Maltrás, hizo una tesis hace tres años sobre los fundamentos conceptuales y metodológicos del uso de indicadores bibliométricos en sociología de la ciencia. Otros colegas con los que trabajo de forma más o menos asidua (Fernando Broncano, Jesús Ezquerro, Jesús Vega, Manuel Liz, Margarita Vásquez) están también trabajando en diversos frentes de la filosofía de la ciencia y la tecnología o de los estudios sobre políticas tecnológicas (Alfonso Bravo).
—En sus exposiciones ha puesto énfasis en la relación entre conocimiento científico y conocimiento técnico. Ocurre que los conocimientos científicos no se cotizan en el mercado como los conocimientos técnicos. Esta diferencia tiene, de algún modo, repercusiones académicas...
—No estoy muy de acuerdo con que los conocimientos científicos no se cotizan en el mercado; depende de cuáles.
—Por ejemplo, nadie vendería (y nadie compraría) un teorema.
—Ya. Pero es que la ciencia básica no debe venderse; debe ser libre, debe ser abierta a todo el mundo. En ese sentido, la ciencia básica no tiene un valor de mercado y ojalá siga siendo así durante mucho tiempo. Lo que pasa es que la ciencia básica no es suficiente. Para que la ciencia, el conocimiento científico, redunde en beneficio de la humanidad, hay que transformar el conocimiento básico en conocimiento aplicado y en diseños tecnológicos. Sería un error si la sociedad y los gobiernos abandonaran la ciencia básica para dedicarse a potenciar solamente el desarrollo tecnológico, pero también sería un error olvidarse del desarrollo tecnológico y dedicar sus esfuerzos solo a la ciencia básica. Las universidades tienen la obligación de atender a toda la panoplia de modelos de conocimientos científicos: básico, aplicado y tecnológico.
—Nos estamos convirtiendo en consumidores de conocimientos tecnológicos o de tecnologías y parece que esa dirección significa un camino inexorable...
—Yo creo que sí. Eso es lo que está pasando. Lo que hay que hacer es procurar que, además de ser consumidores, seamos productores. Eso nos hará más libres y nos dará más capacidad de reacción. Pero el proceso es inexorable: la tecnología se desarrolla con una fuerza impresionante y si queremos prosperidad, bienestar, etcétera, más vale que busquemos la manera de incorporarnos al desarrollo tecnológico y al aumento del conocimiento científico y a su difusión, en vez de encasillarnos en nosotros mismos.
—A lo largo de estos días ha hecho usted un análisis más o menos exhaustivo de lo que nos interesa hoy: criterios internos y externos para evaluar tecnologías. Específicamente en el campo de la evaluación de tecnologías educacionales, ¿cuál de los criterios constituye un criterio central o todos están en igualdad de condiciones? Por ejemplo, la efectividad, la factibilidad, la eficiencia y la fiabilidad.
—Los criterios internos de evaluación de tecnologías deben aplicarse también a las tecnologías sociales. La tecnología educativa es una tecnología social y creo que el diseño de nuevos programas educativos o nuevos sistemas educativos debería hacerse con criterios equivalentes a los que se utilizan para evaluar cualquier tecnología. Pero no solo hay que utilizar criterios tecnológicos internos: incluso a las tecnologías industriales hay que aplicarles criterios de idoneidad económica, social y cultural. Lo que pasa es que en relación con las tecnologías sociales es más fácil pensar en la idoneidad del sistema educativo desde el punto de vista cultural y económico y a los diseñadores les cuesta trabajo pensar en términos de efectividad y eficiencia. Quizás hay que poner el énfasis en la importancia técnica para diseñar las tecnologías sociales educativas y criterios de idoneidad social para diseñar tecnologías industriales.
—Otra parte interesante de su exposición está referida al conocimiento técnico explícito e implícito. Hablamos seguramente de las publicaciones de los libros, de los manuales, pero también la parte del comportamiento ya sea individual o colectivo, que constituyen las habilidades. Me da la impresión de que en algún momento estas dos dimensiones andarían por caminos distintos. ¿Cree usted que esto resulta un peligro? Se habla mucho de conocimiento técnico, pero la conducta no va pareja respecto de…
—Sí. Una de las críticas que hago es al sistema de formación de ingenieros orientado más para que conozcan teorías acerca de las matemáticas, de la física, etcétera, que para que sepan hacer cosas. Frente a un ingeniero británico, que aprende a diseñar y producir artefactos, a un ingeniero español se le enseñaba, antes, a resolver problemas matemáticos, lo cual está muy bien pero no es suficiente. Es un conocimiento explícito formal o secundario, mientras que el conocimiento técnico primario solo se aprende haciendo las cosas, ejerciendo de técnico, ejecutando proyectos. Ahora esto está cambiando mucho y se está intentando ensamblar la información teórica de las técnicas con el entrenamiento práctico. Lo mismo habría que hacer en la cultura general: tenemos una cultura demasiado teoricista, demasiado literaria y habría de compensarla con una cultura también práctica. Que los niños en las escuelas aprendan a comportarse científica y técnicamente, en vez de limitarse a aprender de memoria los fundamentos científicos de la racionalidad.
—El quehacer filosófico nos parece así, no una pura especulación, sino una filosofía ligada, vinculada con la ciencia. Aquí usted se distancia radicalmente de las filosofías posmodernas y hermenéuticas. ¿Podría puntualizar sus diferencias?
—En realidad, mi actitud filosófica es de aproximación a la ciencia y, al mismo tiempo, a la política. El filósofo no puede abandonar ninguna de las dos exigencias: la racionalidad epistémica, que es la que se apoya en el conocimiento científico, y la racionalidad práctica, que, en último término, es la que necesita imponerse en la actividad política. Las filosofías posmodernas han tirado la toalla, piensan que los grandes mitos e ideales de la modernidad son imposibles e intentan justificarse diciendo que no son deseables. Es un error y una defección: es la estrategia de la zorra y las uvas verdes. Cuando la zorra no alcanza las uvas para comerlas, en vez de reconocer que es incapaz, lo que hace es decir que las uvas no están maduras. En las filosofías posmodernas hay un poco de estrategia de la zorra y las uvas verdes. Es muy difícil mantener los ideales de la Ilustración y la modernidad, el sentido del progreso y del racionalismo en la ciencia y la tecnología y el ideal de la racionalidad política, pero que sea difícil no quiere decir que haya que abandonar la empresa. Lo que ha hecho la filosofía posmoderna es votar por el irracionalismo porque cree que es más cómodo, pero no porque sea más interesante.
—En un libro de Larry Laudan hay un personaje que es relativista. Este personaje dice: «Pero si una teoría triunfa en la comunidad científica es también un asunto de retórica y persuasión, exactamente igual como el Islam gana adeptos». Esta manera de pensar tiene defensores; sin embargo, usted tiene un punto de vista muy discrepante. No es relativista definitivamente, pero ¿cuál es su diferencia con ellos?
—En primer lugar, no creo que una teoría científica se imponga mediante técnicas persuasivas equivalentes a las técnicas con las que se impone una doctrina religiosa. Una cosa es que alguien utilice técnicas persuasivas para intentar comunicar el contenido de una teoría científica y otra es que se acepte la validez de una teoría científica como consecuencia de esas técnicas persuasivas. En la ciencia, hoy por hoy, mientras no se rompa el consenso básico que permite la racionalidad científica, los sistemas de control de la objetividad y de la validez de las teorías científicas siguen siendo los de siempre, sistemas que se basan no solo en la persuasión —aunque también en ella— sino también en el control experimental y en la comunicación racional. Y Laudan y todos los filósofos de la ciencia serios la reconocen, otra cosa es que intenten reinterpretarla.
Entonces, creo que hay una gran diferencia entre la retórica de las ideologías religiosas y la retórica científica. La retórica científica da más resultados y prueba de ello es que sabemos muchas más cosas hoy que hace dos siglos, mientras que los dogmas religiosos siguen siendo los mismos. Éste sigue siendo el gran argumento del progreso científico. Hoy sabemos cosas que hace dos años, dos siglos, no sabíamos; en cambio, hoy seguimos creyendo en cosas religiosas, en las mismas cosas que creíamos hace dos siglos. No hay progreso ahí. En la ciencia sí hay progreso y el propio Laudan lo reconoce. La ciencia, según Laudan, progresa resolviendo cada vez más problemas empíricos y disolviendo cada vez más problemas conceptuales.
—Usted ha hecho una exposición no solo teórica sino también práctica. En el diseño de la investigación técnica, ya sea natural o social, ¿qué pautas podríamos dar a quienes pretenden investigar seriamente en este campo?
—Es muy difícil y cada caso es diferente. A mis alumnos —alumnos de filosofía pura, como decimos allí— como orientación general les digo que no se tomen demasiado en serio su competencia profesional; es decir, que no se crean que porque se dedican a la filosofía ya no tienen la obligación de hacer cosas útiles. Yo les recomiendo que piensen y hablen con claridad y que sigan en su comportamiento las pautas que la gente normal y común utiliza para hacer su trabajo. Hay mucha gente que piensa que la filosofía da un acceso especial a la realidad y que nos exime de ser responsables respecto de ciertas cosas. A todo el mundo le exigimos que cuando hable se le entienda y algunos filósofos alardean de utilizar un lenguaje oscuro para que no se entienda nada. Hay que acabar con esto. La primera cortesía del filósofo, decía Ortega y Gasset, es la claridad. En el caso de mis alumnos no es una cortesía, es una obligación estricta. Un ensayo de un alumno mío que esté mal escrito, que no se entienda, que esté embrollado en palabrería filosófica, por muy técnico que sea, requiere un suspenso automático.
Les digo, como receta práctica, que cuando afronten un problema nuevo en filosofía piensen que quien lo va a leer es un marciano que no sabe nada del tema, que deben lograr que les entienda y, además, convencerlo, y para eso tienen que ser claros y explícitos. Primera obligación metodológica: sea usted claro. Segunda: esfuércese por afrontar problemas interesantes. En concreto, no desprecie ningún problema de interés práctico. Los filósofos son demasiado autocomplacientes con sus propias especulaciones, que se refieren a sí mismos, siempre están dentro de sí mismos. Hablen con personas que no sean filósofos, busquen problemas que interesen, no a los filósofos académicos sino a la gente de la calle, a los expertos, a los ingenieros, a los políticos o a los científicos, y traten de afrontar filosóficamente sus problemas. No se nutran solamente de la fuente de problemas y de información que genera la propia filosofía, nútranse de la experiencia de la vida cotidiana, de la ciencia, la tecnología y la política. Yo creo que, con estas dos recetas, con estas dos reglas —sea usted claro y busque problemas interesantes fuera del campo filosófico profesional— los que me hacen caso terminan haciendo buena filosofía.
—Este Tercer Curso Internacional «Tecnología y Sociedad: una aproximación desde la filosofía científica» se ha caracterizado por la relación interdisciplinaria y el diálogo entre filósofos, científicos y técnicos. Usted ha tenido la oportunidad de conversar con científicos y filósofos más representativos de la comunidad filosófica y científica del Perú. ¿Qué impresión se lleva?
—Muy buena. A pesar de los lamentos usuales de si somos menos avanzados o más avanzados, generalmente en los ambientes académicos no hay tanta diferencia como parece. Cuando uno se encuentra con colegas filósofos, ingenieros o científicos en Lima, en España, en Moscú, en México o en Nueva York, apenas se notan las diferencias, el nivel de información es muy bueno, el nivel de profundidad y rigor del análisis es equivalente al de todas las partes del mundo. Por lo tanto, yo he disfrutado mucho discutiendo y polemizando con académicos peruanos. Ha sido la primera vez que he tenido la oportunidad de hacerlo de manera sistemática y continuada durante varios días. También ha sido una experiencia interesante dialogar, efectivamente, no solamente con filósofos de gran talla, sino también con ingenieros, científicos, incluso personas con responsabilidad en la gestión universitaria y científica, que han aportado experiencias muy interesantes. Yo creo que es una muestra de que podemos dialogar desde todas las partes del mundo con los filósofos, ingenieros, y quizás también con los políticos, sin que tengamos que suponer que estamos hablando de mundos separados.