Muñeco era un joven flaco y algo ingenuo. Natural de Huánuco, había llegado a Lima para trabajar en la carpintería de su tío Bartolo, el hermano de su madre, hombre soltero y aficionado a los gallos de pelea. En el pequeño patio de su casa, el tío tenía algunas jaulas con varias de esas aves, entre las cuales se encontraba Rayo, soberbio ejemplar que había ganado ya varias peleas. Gran parte del dinero que ganaba como carpintero, el tío Bartolo lo empleaba en comprar vitaminas y alimentos para sus aves. “Por eso no se ha casado”, comentaban los vecinos, “las aves son como sus hijos”. Pero la verdad de su soltería solo él lo sabía.
Un viernes, el tío Bartolo tuvo que viajar a Paracas por cuestiones de trabajo: lo habían contratado para que colocara puertas en un hotel que pronto sería inaugurado. Le encargó a Muñeco el cuidado de los gallos. “No te olvides de darles su maíz y su agua con vitamina, en especial a Rayo”, le reiteró. Y se fue tranquilo con sus herramientas a tomar el ómnibus.
Muñeco tenía en el barrio dos amigos muy avispados que lo estaban metiendo al vicio del alcohol y los cigarros. Se apodaban Retaco y Chiflao. Como estos no trabajaban y a diario requerían plata para el humo y la bebida, a Muñeco lo agarraron de sonso. Era este quien financiaba sus vicios. Pero por esos días también él andaba misio y no había de donde sacar dinero. Así que una tarde Chiflao y Retaco se le presentaron con una propuesta brillante. “Hagamos pelear el gallo de tu tío”, le dijeron.
Al principio, Muñeco se rehusó. “Imposible, se puede enterar y me bota de su casa”. “Piensa, ya averiguamos y habrá pollón de dos mil soles, con el gallo de tu tío seguro que ganamos ese billetón”. “¿Acaso tenemos billete para la apuesta”, alegó Muñeco. “No te preocupes por eso, llevaremos a un pata que pondrá la apuesta”.
Ante tanta insistencia, el iluso Muñeco accedió. Quizá de veras se ganaban el pollón. Rayo era buen gallo, había salido del huevo para ser campeón. Su nombre se debía a que era rápido y letal en las peleas. El tío Bartolo lo estaba entrenando para llevarlo a pelear en la fiesta grande de Huánuco.
El sábado por la tarde, los tres amigos sacaron a Rayo de su jaula, lo metieron en el portagallos, y partieron en bus a una gallera distante, donde los aficionados no los reconocieran a ellos ni al gallo. Muñeco había acompañado a su tío en más de una ocasión a esos lugares y sabía los procedimientos a seguir.
Las peleas se sucedían uno tras otro. Algunos gallos quedaban sangrando moribundos en el ruedo, los vencedores sacudían las alas y cantaban. Sus dueños celebraban o miraban apenados. Le tocó el turno a Rayo, que salió todo campante. Su rival era un cenizo de mala traza. Parecía que iba a ser una victoria fácil. Los amigos se miraron y sonrieron satisfechos.
Sin embargo, el cenizo resultó un verdadero demonio. En tres o cuatro patadas dejó a Rayo fuera de combate. Ante la alarma y desesperación de Muñeco, el gallo cerró los ojos para siempre. Estalló la algarabía entre los hinchas del cenizo. Muñeco no lo podía creer. ¿Y ahora que le iba a decir al tío? Tratando de calmarlo, Retaco y Chiflao se lo llevaron a una chingana de por ahí y le hicieron beber harto aguardiente. Luego se fueron a dormir borrachos.
El domingo, Muñeco despertó sin ánimos de nada y se quedó en la cama toda la mañana. Retaco y Chiflao cocinaron. Con los pocos víveres que encontraron en la cocina, hicieron un rico estofado. Estaban por servirse el almuerzo, cuando la puerta se abrió y entró el tío Bartolo con su maletín de herramientas: el trabajo en Paracas se había suspendido a la mitad debido a desacuerdos.
Retaco y Chiflao desaparecieron con disimulo y en la casa quedaron solos Muñeco y su tío. Este estaba hambriento y se sirvió un buen plato de estofado. Luego, satisfecho, fue a las jaulas a ver cómo estaban sus gallos. No encontró a su engreído Rayo. “¿Dónde está?”, regresó a preguntar temiendo que se lo hubieran robado.
Instintivamente, Muñeco miró la olla. Y por esa mirada, el tío Bartolo comprendió lo sucedido: acababa de comerse a su gallo favorito, ese por el cual le habían ofrecido un dineral. Su sobrino ignorante y esos dos vagos del barrio lo habían cocinado como si fuese un gallo común y corriente. Le entró tanta rabia, que cogió un cuchillo y persiguió al culpable. La cosa hubiera terminado en homicidio de no ser porque al tío Bartolo le dio un repentino infarto en plena persecución. El sobrino tuvo que salir a pedir ayuda y un vecino taxista se apresuró en llevar al infartado al hospital.
Una vez recuperado, Bartolo hizo trabajar a su sobrino por casi un año sin remuneración alguna, para cobrarse lo del gallo.