Hace nueve años, Julián Soto vino a Lima desde su natal Huari, en Áncash. Apenas había acabado el colegio y en la capital deseaba seguir estudios superiores y convertirse en ingeniero civil. Quería construir edificios y ser el orgullo de su familia. Sin embargo, no aprobó los exámenes de ingreso a la universidad. Tras varios intentos fallidos, se dio por vencido y su ilusión acabó desvaneciéndose.
Esos primeros años, Julián vivió en casa de sus tíos, don Marcial y doña Sabina, que lo trataron como a un hijo más y alentaron sus anhelos de superación. Pero le pidieron que se fuera de allí al notar que él y la prima Elsa, hija mayor del matrimonio, se trataban con demasiada confianza.
Los ingenuos tíos creyeron que era la mejor solución, pero el remedio resultó peor que la enfermedad. Julián alquiló un cuarto a pocas calles de donde vivían ellos, en Manchay. Esa habitación se convirtió en su nido de amor, ahí empezó a verse a solas con Elsa. Para esas fechas, él ya trabajaba de mototaxista en un vehículo alquilado. De tantas horas que pasaban juntos los primos, amándose en la privacidad de aquel cuarto alquilado, ella quedó embarazada. Entonces surgió el miedo a enfrentar las consecuencias. A don Marcial y doña Sabina la noticia les caería pésimo, habría lío y denuncia ante la policía. A los jóvenes no les quedó sino juntarse, convivir sin avisarles a los viejos. Y para ello tuvieron que huir a otro sector de la ciudad, lejos, donde los parientes no los encontrasen. También allí, Julián se puso a trabajar de mototaxista. Perdieron todo contacto con la familia por temor a los reproches y a que intentaran separarlos. La pareja siguió adelante contra todas las adversidades. Ella dio a luz a una niña, y casi al año quedó otra vez embarazada.
Pasaron dos años. Don Marcial y su esposa, con la ayuda de algunos parientes, habían buscado por todos lados a la hija desaparecida. Doña Sabina era la que más sufría. Lloraba constantemente y pasaba las noches pensando en lugar de dormir. El sufrimiento la envejeció antes de lo debido: su rostro se llenó de arrugas y su cabello encaneció. En cuanto a don Marcial, su rabia era tan grande que se peleó con los padres del sobrino malagradecido, a quienes acusó de alcahuetes y encubridores. La policía no hizo más que sacarles plata cada vez que iban a pedirles colaboración, por ejemplo, cuando recibían información de alguien: “Por tal lugar hemos visto a su hija”. “No podemos movilizarnos, al patrullero le falta gasolina “, alegaban los uniformados. Y entonces ellos tenían que darles dinero prestándose a uno y otro conocido, deseosos de acabar ya con ese terrible drama. Pero los fugitivos seguían sin ser ubicados.
Si esta historia se resolvió fue de pura casualidad. Para ese tiempo ya el tío había cambiado de empleo. Debido a las constantes faltas y a las negligencias que cometía agobiado por tanta preocupación, lo despidieron de su puesto en la fábrica de jabones. Se consiguió, entonces, trabajo de jardinero en la Municipalidad de Comas, al otro lado de la ciudad. Y así, un día en que regaba las plantas de un parque, vio por ahí cerca a una pareja con dos niños. Los padres conversaban sentados a la sombra de un árbol, y los chiquillos jugaban revolcándose en el césped. No los reconoció de inmediato, porque estaban más flacos y maduros, avejentados prematuramente, maltratados por la vida y quizá por los remordimientos. A los niños de plano ni los conocía. El hecho es que fue a pedirles de buenas maneras que se retiraran porque iba a mojar el césped, que, por favorcito, fueran a sentarse en una de las bancas desocupadas. La pareja se quedó pasmada al verlo. Y él también. Le entró tanta furia en ese momento, que castigó al sobrino con la manguera que tenía en las manos. Lo azotó hasta cansarse, hasta oírlo gemir de dolor y pedir perdón. Después terminó llorando abrazado a la hija. Los policías se habían acercado a averiguar qué sucedía, y un grupo de curiosos observaba. A pedido de Elsa, no hubo denuncias, pero sí un feliz reencuentro familiar.