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Este artículo es de hace 1 año

Pesadilla hospitalaria

¿Lo volverías a hacer? No, ya lo entiendo; no fue la mejor decisión. Quiero vivir.
Banderlin Chávez

La noche caía envolviéndome en su oscuridad y aislándome de todo lo que acontecía a mi alrededor. En la habitación C6 del Hospital Manuel Belgrano, ubicado en la Provincia de Buenos Aires, en Argentina, los movimientos frenéticos eran una constante.

—Debe quedarse —escuché decir a una enfermera.

Me dejé llevar pasivamente, sintiéndome confundida y desorientada. Ni siquiera percibía los pinchazos en mis brazos. Calculo que fueron dos o tres veces.

De repente, en medio de mi ensimismamiento, escuché algo curioso: "¿Dónde coloco el algodón?". En mi estado adormecido, no pude evitar responder sarcásticamente en mi mente: "En el ojo". Luego, recordé que, por supuesto, se suponía que debía ser en el brazo.

En medio de la abrumadora incertidumbre, tres enfermeras, vestidas de colores blanco y celeste, similares a los de la bandera de su país, se acercaron a mí con miradas inquisitivas. Me interrogaron sobre la cantidad de pastillas que había ingerido. Con dificultad para hablar, apenas pude articular: "Diez miligramos de alprazolam". En respuesta, decidieron administrarme una infusión intravenosa por completo.

Es importante destacar que el Alprazolam es un medicamento prescrito para tratar la ansiedad, la depresión y también para facilitar el sueño.

La noche se hizo aún más poderosa y todos los miembros del personal hospitalario se habían marchado. Yo yacía en una camilla negra con sábanas blancas que parecía tener apenas un metro y medio de largo, y resultaba incómoda en extremo. No podía evitar moverme, lo que provocó que, al despertar al día siguiente, mis brazos amanecieran doloridos y con un tono verdoso.

Mientras estaba recostada, mis ojos comenzaron a cerrarse poco a poco, pero mi mente permanecía despierta. Los recuerdos empezaron a aflorar en mi cabeza; en primer lugar, pensé en mi pequeño hermano. Digo pequeño, aunque tenga ya diecinueve años y su altura sea más que la mía. Me imaginé lo preocupado que debía estar. A pesar de estar dormida, una tristeza profunda se apoderó de mí.

Durante la madrugada, fui testigo de gritos, blasfemias y una profunda desesperación. Frente a mi dormitorio, un individuo había llegado completamente descontrolado. Sin embargo, ya no pude resistir más y me dejé vencer por el sueño. Lo último que escuché fue a la Policía.

Al despertar por la mañana, lo primero que necesitaba era miccionar. Me levanté con precaución y me dirigí hacia el baño llevando conmigo la bolsa de suero, lo cual resultó complicado. Cuando regresé a mi habitación, prácticamente arrastrándome, me aguardaban tres psicólogas que deseaban hablar sobre lo ocurrido.

—¿Por qué lo hiciste?

Me quedé callada.

—¿Estás arrepentida? —seguía preguntando.

—No, no me siento arrepentida —les dije.

Simplemente me quedaron mirando y se fueron advirtiendo que volverían pronto.

—El desayuno, señorita—escuché decir.

—Sí, adelante—le agradecí.

Al abrir las bolsas de papel, encontré un vaso de mate cocido y unas galletas sin sal. Para mí, era suficiente, pero para la pareja de mi madre no lo fue. Devoré la comida como si nunca hubiera probado bocado alguno.

Las horas transcurrían sin cesar, y yo me hallaba sumida en el aburrimiento más completo. Entonces, encontré un papel y lapicero y comencé a jugar a un juego que, más tarde, me acarrearía problemas debido al estado en el que llegué a ese hospital.

Cuando llegó la hora del almuerzo, tenía hambre de nuevo. Probé los fideos en salsa roja más espantosos que había comido en mi vida, pero el hambre ganó y los terminé junto con un postre de gelatina que estaba espectacular.

—¡Viva la patria! —escuché decir, pero con gritos.

—No, vos me querés pinchar, no te me acerqués —se volvió a escuchar.

Supongo que mi instinto periodístico necesitaba saber lo que estaba sucediendo. Logré ver cómo mi "vecino" le arrojó el plato de comida a una de las psicólogas e incluso agredió a su madre dándole un empujón. Yo me quedé atónita.

Después de unos minutos, un profundo silencio se apoderó de la habitación. Habían sedado al hombre, y su madre estaba visiblemente preocupada. Sin embargo, me sonrió, y le devolví una sonrisa llena de esperanza.

Después del almuerzo, tal como había sugerido antes, comencé a jugar un juego llamado ahorcados. Sí, jugué ahorcados después de intentar suicidarme.

Pasé horas jugando hasta que, una vez más, las psicólogas llegaron y me pidieron conversar de nuevo.

—¿Sigues pensando lo mismo? —me preguntó una de ellas.

Lo único que deseaba era salir de ese hospital.

—Sí, me siento arrepentida —respondí.

—¿Por qué lo hiciste? —me preguntó.

—Solo quería dejar de sentir dolor, dormirme para siempre y dejar de sufrir —respondí llorando.

—¿Lo volverías a hacer?

—No, ya lo entiendo; no fue la mejor decisión. Quiero vivir —respondí con amabilidad.

Después de una conversación intensa, decidieron retirarse para deliberar si podían darme el alta, y yo rogaba porque así fuera. Pasaron más de treinta minutos de incertidumbre hasta que finalmente me informaron que podía irme, aunque ya no sería responsable de mi propia medicación; esta vez, mi madre asumiría esa responsabilidad.

—Muchas gracias por todo —les expresé a las tres psicólogas y me despedí con sendos besos en la mejilla.

El trayecto de regreso a casa transcurrió en un silencio abrumador, y yo me sentía débil. Sin embargo, seguía inmersa en pensamientos en los que no me arrepentía y consideraba la posibilidad de volver a hacerlo.

Pasaron alrededor de tres días, inmersa en la calidez de mi familia, los misteriosos mundos de los libros, la serenidad de los paisajes, la complicidad de mi perrito Francis, a quien amo tanto, y el apoyo inquebrantable de mis amigos, para que finalmente comprendiera que había descendido a las profundidades, como una semilla en la oscuridad, sólo para renacer con una vitalidad renovada.

Mientras me encontraba sentada en la butaca de mi sala, preparé con esmero una infusión de frutos rojos, el favorito de mamá. Comencé a trazar objetivos para mi vida y a reiniciar mi ser por completo. Y aquí me encuentro ahora, tejiendo estas palabras como una anécdota que jamás olvidaré. Estoy viva, más viva que nunca, y cada parte de mi ser se halla en pleno proceso de reconstrucción, como las estrellas que nacen en la noche más profunda.

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