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Este artículo es de hace 2 años

Asaltaron la tienda en su primer día de trabajo

Liliana regresó a su casa entusiasmada y le contó a su mamá. “Qué bien, hija”, la felicitó ella. “Haz lo que se te ordene y te irá bien”. Al día siguiente se levantó temprano, peleó con su hermano para entrar primera a la ducha, se puso sus mejores ropas y las roció de perfume. Desayunó de prisa, le dijo “chau” a su mamá, se persignó y salió a tomar el bus para ir a estrenarse como dependienta en su nuevo trabajo.
Ángel Portella

Liliana trabajaba eviscerando pescados en un puesto del mercado, cerca de su casa, pero era una actividad que no le agradaba en absoluto. Al contrario, sentía vergüenza y ansiaba dedicarse a labores más refinadas. “Si seguimos en este trabajo vamos a terminar casándonos con cualquier pobretón”, solía decirle a Gina, su compañera. Y, sobre todo, quería alejarse de Brayan, el muchacho que la cortejaba y traía al puesto los diversos pescados en una vieja camioneta. Mil veces el sujeto maloliente la había invitado a salir, y mil veces ella lo había rechazado. Pero él no se daba por vencido. “El que la sigue la consigue”, solía susurrar guiñándole un ojo a doña Goya, la dueña del puesto. Y doña Goya trataba de darle una ayudadita. “El Brayan es trabajador”, le decía a Liliana cada que se acordaba. “Mira que se levanta de madrugada para ir al puerto por los pescados, no cualquiera hace eso”. Liliana torcía la boca en una mueca desdeñosa y replicaba: “Seguro, pero a mí no me interesa”.

El caso es que la muchacha estaba harta del puesto de pescados y del obstinado pretendiente, y vivía al tanto de cualquier otro empleo que le permitiera relacionarse con otra gente, y donde quizá tuviera la oportunidad de mejorar su situación. Por esto, al enterarse de que en una tienda de ropas del centro necesitaban una vendedora, sin pensarlo dos veces llamó a doña Goya para decirle que no iría a trabajar a la pescadería por haber amanecido agripada, y en cambio fue a solicitar la plaza antes que se le adelantara otra persona. La competencia estaba dura. Los empresarios preferían contratar venezolanas que, además de conformarse con salarios ínfimos, derrochaban una simpatía capaz de atraer clientes. Así que Liliana se esmeró en quedar bien durante la entrevista con la dueña, una señora elegante y con el pelo pintado de rubio. La pusieron a prueba y convenció. “Bien, empiezas mañana”, le dijo la dueña.

Liliana regresó a su casa entusiasmada y le contó a su mamá. “Qué bien, hija”, la felicitó ella. “Haz lo que se te ordene y te irá bien”. Al día siguiente se levantó temprano, peleó con su hermano para entrar primera a la ducha, se puso sus mejores ropas y las roció de perfume. Desayunó de prisa, le dijo “chau” a su mamá, se persignó y salió a tomar el bus para ir a estrenarse como dependienta en su nuevo trabajo.

La tienda ya estaba abierta cuando ella llegó a las nueve en punto. Por indicaciones de Susan, la antigua dependienta, ordenó las prendas en los colgadores, vistió los maniquíes, limpió en espejo de la cabina que servía de probador, y poco después empezaron a llegar los clientes, solos o en pareja, y hasta familias de cuatro o cinco personas.

Fue un día muy agitado. La gente entraba y salía. Por momentos se llenaba la tienda y era necesario estar ojo avizor para evitar que alguien les birlara una prenda. Incluso tuvieron que almorzar turnándose. Liliana ni siquiera tuvo tiempo de pensar en doña Goya, que estaría enojada por su nueva falta, y menos en Brayan que la estaría echando muy de menos.

Algunos de los clientes, los más jóvenes, le coqueteaban tratando de obtener su número de celular. “Pa salir a pasear un domingo, pues”. “No”, decía ella, también sonriendo coqueta. “Cuando nos conozcamos mejor te doy”. Y pese a ser su primer día de trabajo, vendió muchas prendas masculinas, pues los hombres preferían tratar con ella, que era más joven y atractiva que Susan. De seguir, así las cosas, a lo mejor pronto pescaba un novio solvente que la salvara de aquel destino que parecía condenarla a una vida llena de carencias. “Viejo no importa, pero con harta plata”, se decía.

Pero su ilusión acabó ese mismo día. Por la noche, cuando ya iban a cerrar, irrumpieron en la tienda dos sujetos con pistolas y cascos de motociclistas. Apuntándolas con sus armas y soltando palabrotas, pidieron la ganancia del día. “Rápido, carajo”. Y como Susan, la responsable de guardar el dinero, se negó a entregarles, le dispararon en la pierna derecha. Al verla caída, sangrando y con gestos de dolor en el rostro, los ahí presentes se asustaron más. A Liliana y a los otros, los asaltantes les quitaron sus celulares y, saliendo a la carrera, se subieron en unas motos que los esperaban afuera con los motores encendidos.

Cuando llegó la Policía, a la herida ya se la habían llevado en taxi al hospital. Liliana dio su testimonio a los uniformados, y después tuvo otro disgusto cuando la dueña pelipintada, quién llegó apurada al enterarse quién sabe cómo, le dijo enojadísima que les descontaría de sus sueldos a ambas trabajadoras hasta recuperar el monto que se habían llevado los delincuentes. “Por no haber tenido cuidado”, añadió. Liliana regresó a su casa con el ánimo por los suelos y sin su celular.

Por supuesto, la muchacha lo pensó bien y no volvió a trabajar en esa tienda. El puesto de pescados, así maloliente y todo, era mil veces preferible. Gina y doña Goya se alegraron de su retorno. Y ni qué decir de Brayan. Pero Liliana, aunque por fin aceptó salir con este, continuó a espera de otra oportunidad mientras fileteaba los pescados.

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