Asesinaron a mi amigo

Un relato de Paco Moreno.
Paco Moreno

Lanzó un grito desgarrador agarrándose el estómago y cayó al piso muy cerca de mí, a unos pasos de la puerta del colegio. Yo me quedé paralizado como una estatua, porque pensé que el disparo me iba a matar a mí. Alrededor de él se expandió un líquido incoloro. No era sangre.

Corría febrero de 1991: el cólera avanzaba dejando muerte, zozobra y miedo en el país devastado. Los siameses Fujimori y Montesinos, aún nuevos en el Gobierno, trataban con malas artes de frenar al senderismo que desangraba a todas las regiones con el terrorista Abimael Guzmán todavía suelto; buscaban frenar la inflación galopante que había vencido a la primera gestión aprista. Se preparaban también para quedarse en el poder todo el tiempo que pudieran con muchos políticos y militares dispuestos a todo. Los escolares de entonces descansábamos solo los domingos porque una huelga descomunal de maestros se había prolongado varios meses y había que extender las clases en la semana para concluir el año escolar que había empezado el anterior.

El estruendo del disparo asustó a muchos que huyeron de la puerta del colegio y atrajo a varios que se acercaron para ayudar a mi amigo. Yo seguía paralizado de terror. No podía hacer nada en medio del caos, salvo seguir con la mirada al hombre medio rojizo por el calor, nariz aguileña, labios delgados, enormes ojos salidos, que había disparado a mi amigo desde muy cerca como para que él lo viera antes de desplomarse. Apuró el paso antes de doblar la esquina y se desapareció. El tráfico se trabó en la calle y noté que alguien me preguntaba con una voz de alarma: “Jovencito, ¿tú estás bien?”. No podía responder porque veía, atónito, cómo dos hombres cargaban a mi amigo para subirlo a un taxi. Llegué a recoger su maletín viejo que había quedado en el suelo.

Los sábados iban pocos alumnos al colegio. Era como un día libre al que podíamos ir con prendas distintas al pantalón gris, zapatos negros y la camisa blanca de costumbre. Alejandro Mitma había acudido ese día con un polo negro de Iron Maiden, un pantalón jean clásico, zapatillas negras tipo botines. Todo nuevo. Lo único gastado era su maletín, que no permitía que nadie cogiera porque decía que llevaba ahí sus cosas del fútbol. No tenía mochila. Su maletín era un poco más grande que una chimpunera normal. Parecía de cuero. Olía mal.

Algunas horas antes del disparo, Alejandro Mitma estaba tan feliz que parecía otro. Recorrimos juntos todos los vericuetos del colegio y él actuaba como si se despidiera de sus pasos escolares para siempre. Estaba contento también porque yo le había contado que Teresa me había buscado el día anterior para decirme que ella lo iba a esperar a las 6:30 de la tarde de ese día en el paradero de siempre.

Alejandro Mitma era locuaz y muy resuelto; pero hermético con sus cosas personales y no contaba detalles de su vida cuando, por ejemplo, nos reuníamos en grupo en los parques aledaños del colegio para pasarla bien tomando licores baratos mezclados con esencias de refresco en sobre. Se dejaba crecer el cabello negro y crespo hasta que los profesores lo obligaban a cortárselo. Trataba de sacar buenas calificaciones para que le dieran permiso de salir antes de que las clases terminaran y así disputar un partido importante. Había llegado al colegio en 1990 y lo pusieron en la última aula del quinto de secundaria del turno tarde. Tenía 16 años y había crecido más que todos del salón. Decía que era alto porque jugaba al fútbol, pero nunca lo vimos jugar en el colegio porque, según él, su club le prohibía correr en las canchas de cemento para evitar lesiones en las rodillas.

Aquel sábado me confesó que no le gustaba estudiar, me agradeció por la ayuda en algunos cursos. Es cierto, yo lo ayudaba a mejorar sus calificaciones en algunas materias porque él me protegía poniendo en su lugar a los abusivos del salón de los que no podía defenderme solo. Me pidió que afinara unas frases suyas que le iban a servir de regalo de amor a Teresa, y fue la primera vez que no sentí celos cuando habló de ella a pesar de que yo creía seguir enamorado de mi amiga. Hablaba como un adulto, como alguien con mucha experiencia que quería vivir ya con su esposa y tener un hijo.

“Quiero dejar esta vida de mierda”, decía y yo no entendía a qué se refería en realidad porque lo tenía todo. Desde que le presenté a Teresa, quedó fascinada con él y se enamoraron muy pronto. Era audaz, valiente, alto, guapo. Tenía dinero y sabía cuándo escapar del peligro muy fácil, pero aquel sábado cuando apenas habíamos salido del colegio para que él se encontrara con Teresa el disparo no le dio tiempo para nada. La bala le perforó varios órganos y produjo una hemorragia interna; sin embargo, la sangre no manchó el piso, sino un líquido aceitoso que fue absorbido por la vereda. El asesino se había aparecido de pronto frente a nosotros como salido de la nada. Lo miró a los ojos fijamente y le disparó sin que él pudiera reaccionar. Cuando cayó al piso, después del grito desgarrador, apenas llegó a decir: “¡Hijo de puta!”.

Teresa estudiaba en un colegio de mujeres muy cerca del nuestro y cuando estaba yendo por una calle solitaria al paradero de la línea 23 donde se encontraría con Alejandro Mitma se asustó con el sonido atroz del disparo; pero jamás imaginó que el tiro podría ser contra su amado. Aceleró el paso para llegar antes de las 6:30 de la tarde al paradero. No podía esperarlo mucho, solo veinte minutos. Su padre era un militar muy estricto que había hecho campaña desde adentro para que Fujimori y Montesinos subieran al poder y en aquel tiempo trabajaba en el Ministerio de Defensa, en alguna oficina del Servicio de Inteligencia del Ejército. Él la cuidaba con exageración. Sabía dónde y con quién estaba su hija. Revisaba sus cosas en su cuarto y muchas veces, cuando no estaba en una comisión de trabajo, la iba a recoger al colegio. Teresa se cuidaba mucho para no fallar a su padre. Era muy organizada y hábil. Siempre supo conseguir la forma de verse con Alejandro Mitma. Era muy blanca y se ponía colorada cuando se exponía al sol.

Teresa no había visto a Alejandro Mitma desde hacía tres semanas desde aquella tarde en que pelearon porque él le había confesado que quería tener un hijo con ella y que había retirado adrede el preservativo aquella noche de amor después de la fiesta que se organizó con el fin de conseguir fondos para el viaje de promoción de las chicas. “Eres un maldito egoísta, mi padre me mataría si salgo embarazada y luego te mataría a ti. Te buscaría y te mataría”, le dijo esa tarde Teresa, quien, después de tres semanas, me buscó a mí un día antes de la desgracia para que le dijera a Alejandro Mitma que ella lo esperaría en el paradero de siempre a la misma hora de siempre.

Aquel sábado ella tenía en sus manos una prueba de embarazo que había dado positivo y quería contarle a Alejandro Mitma a pesar de que ya había averiguado muy bien con ayuda de sus amigas dónde podía abortar sin mayores problemas. Aquella prueba de embarazo nunca estuvo en su casa. La guardaba sellada en un sobre su amiga de promoción, ahijada de su padre.

Cuando Teresa subió a la línea 23 eran ya las 6:52 de la tarde y Alejandro Mitma, en una cama de emergencias de la clínica Ricardo Palma, como en una película, veía los pasajes más importantes de su vida. Cuando murió, en ese preciso instante, a Teresa, ya en la línea 23 cerca de su casa, le dieron ganas de llorar.

Yo tenía el maletín viejo de mi amigo. A la hora de su muerte, yo seguía muy asustado, viendo de cerca la escena del crimen. Unos policías afinaban trazos en el piso y, cuando empezaron, a preguntar a la gente si habían visto algo, me fui del lugar rumbo al paradero porque creía que Teresa todavía estaba esperando ahí a Alejandro Mitma. Hasta entonces yo no había llorado. En serio. No podía llorar. Caminaba como zombi. No sentía mis pasos. Estaba pasmado, atónito, helado. Rezaba para que el tiempo retrocediera y pudiera volver a casa como siempre.

Teresa ya no estaba en el paradero. Un silencio raro, oscuro, manchaba el paisaje. Seguí caminando porque pensé que los policías me perseguían. Me metí a unas callecitas siempre sujetando el maletín. Llegué a un parque donde a veces conversábamos Teresa, Alejandro Mitma y yo, cuando no entrábamos a clases. Me senté en una de las bancas de cemento y abrí el maletín. No encontré sus chimpunes, sino zapatillas bastante viejas; un par de medias hechas pelota; una sola canillera; nada de pantalones cortos; dos polos grises de esos sin estampar; un lápiz, un lapicero rojo y otro azul; un cuaderno tamaño carta sin forrar; una hoja bond doblada en cuatro donde estaban las frases para Teresa que yo había ayudado a afinar y al fondo, cubierto con una lámina un poco más delgada, de esas que se usan como pisos de los carros, encontré una pistola grande y helada con silenciador y un revolver pequeño con un tambor gastado; también hallé siete billetes de cien dólares doblados en dos y una foto del hombre blanco de enormes ojos salidos, que había disparado a mi amigo.

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