Eran como doce o diez moscas que habían rodeado el último foco del corredor de la sala, muy cerca de la puerta que da a la escalera que enlaza este segundo piso con el primero. "¡Moscas de mierda!", grité frustrado de antemano porque sabía que, si trataba de matarlas con cualquier mantel al alcance, se esparcirían volando.
Lancé con fuerza el primer mantelazo y, curiosamente, maté como a seis. El resto ni se inmutó, pero este logro, lejos de alegrarme, me dio miedo y asco. Jamás había podido matar uno de estos insectos ni siquiera con esas armas de plástico que llaman matamoscas. Entonces volví a lanzar otro mantelazo y solo quedó al lado del foco una mosca como dibujada en el techo. En el tercer intento acabé con todas. Pero no eran las únicas.
Había más moscas en la ventana desde donde se puede ver el jardín del primer piso y los patios de los vecinos. Me dio más asco todavía: moscas azules, gordas, alas fuertes y largas; moscas zonzas que se dejaban asesinar. Maté varias con una facilidad increíble esta madrugada.
Encontré a esas asquerosas moscas cuando revisaba antes de dormir que todas las puertas estuvieran cerradas, que todas las luces estuvieran apagadas. Alrededor de ese foco siempre encontraba zancudos, polillas y hasta arañas desorientadas; pero esta madrugada encontré moscas, solo moscas grandes por todos lados.
Me acosté pensando: de dónde vienen tantas moscas. Acaso ha pasado algo, pasará algo. Empecé a imaginar y una ráfaga de certeza me sacudió cuando pensé que la razón de que no había visto hace varios días al vecino de al lado es que se ha muerto solo, en la casa vieja, en la casa grande y abandonada.