Excepto el chismoso de Hermes, ningún otro dios griego se dedicó al periodismo; y es una lástima porque a muchos nos hubiese gustado leer las columnas de Hércules. Entretanto, con los siglos, alguien cambió de sitio la Atlántida y hoy ya nadie la encuentra. La Atlántida es el único continente que nunca aprendió a nadar. Allí están los resultados de ponerse a hacer kayak durante la deriva de los continentes. También, la codicia secuestratriz de un caballero inglés hizo viajar piezas del Partenón para que no se aburra en su Atenas de siempre y para que se embrume en la niebla de un museo de Londres. Parece que la modernidad es trocar la ciudad-Estado por la City del río Támesis, y sin el permiso de los dioses. Así pues, el tiempo fue pasando y llevándose las cosas, como en una mudanza. ¿Será por esto que los clásicos hablan de «la mudanza del tiempo»?
Los siglos huyen, mas allí están siempre las columnas de Hércules, viendo pasar el tiempo, como la Puerta de Alcalá, pero desde antes. Hércules, o Heracles (id est, «Gloria de Hera»), volvió de cumplir uno de sus míticos trabajos, y, al ver que el mar Mediterráneo tenía un inconsulto escape, levantó dos columnas enormes para advertir a los marinos que no debían cruzarlas. (Esas rocas-columnas son el estrecho de Gibraltar, nombre árabe que no previó Heracles.) De tal hazaña proviene el nombre de «columnas de Hércules». (Diversos mitos narran los falsos hechos de otra manera, pero mienten, como todos los mitos.) La tenebrosa advertencia rezaba Non terrae plus ultra (No hay tierra más allá), y los marinos debían saberlo: más allá hay monstruos, la planicie rutilantedel agua, la traición de un mar pseudoinfinito que se desbarranca hacia el vacío universalen una catarata sin fondo y sin nombre. Más allá está la muerte, pero espectacular.
En el libro del Infierno (XXVI, 56-142), Dante Alighieri narra otro mito: la muerte de Ulises. Anciano y rey —otra vez— de la parva isla de Ítaca, los días se le dilatan en la nada; se aburre cual existencialista en Montparnasse y lo devora el ansia de tornar a la aventura. Cierto día, Ulises reúne a sus camaradas de otros tiempos —viejas glorias del mar— y los entusiasma para que naveguen con él más allá de las columnas de Hércules, hacia donde no se sabe qué hay porque quienes lo saben nunca han vuelto. El rey Ulises los exhorta (la traducción es de Ángel Crespo): «Considerad (seguí) vuestra ascendencia: / para vida animal no habéis nacido, / sino para adquirir virtud y ciencia».
Exultantes, marineros ya de otros confines, Ulises y sus fieles se embarcan para saber qué hay de cierto en el enigma de ultramar. Navegan, avanzan, ventean ya la gloria de lo oculto, el privilegio de aprender; mas, de pronto, una tormenta los abate: «y nos cubre por fin la mar airada». Se ve el apólogo de Dante: la curiosidad mata al audaz que no venera el misterio, venda de terror que nos imponen los fanatismos y las religiones; pero ya no interesa la derrota, sino la intención de saber. Hércules fue un héroe del trabajo; Ulises, un héroe de la ciencia.