Hacia 1940, con su refulgente petrarquismo de arrabal, Agustín Lara fundó un bolero. Admitamos que otros músicos componen temas, pero también que Agustín los fundó como los romanos inventaron ciudades: para la eternidad. Aquella ciudad-canción es Cabellera blanca. El aroma crepitante de sus versos antiguos, la lenta ondulación de su marea de pasos, nos traen la historia de una anciana venerable (en los boleros, que tanto repiten la imaginación, toda anciana es la madre y, por tanto, el reverso didáctico de la «mujer mala»). Los respetuosos versos dicen así:
«Junto a la chimenea,
donde hay feria de lumbre,
reza la viejecita
sus cosas de costumbre;
y surge de la hoguera,
entre rojos destellos,
la cadena de duendes
que peina sus cabellos:
cabellera de plata,
cabellera de nieve,
ovillo de ternura
donde un rizo se atreve.»
El asiduo ladeo a la metáfora se pierde por entre entidades tan súbitas como un convoy de duendes y una bobina de ternura. Mejor elijamos la «cabellera de plata»: sugiere abolengo. Las canas son el espejo plateado de la sabiduría y el tesoro de la senectud. Son también la bandera blanca de los viejos poetas, como el estandarte de la multitud de América que se llamó Walt Whitman: barbas engendradas por el largo amor hacia la gente; melena popular abierta en alas de palomas, no de águilas. Barba apostólica, la de Fabián Dobles: de pastor bíblico que apacentó en sí misma la lana purísima de su rebaño de palabras. Cabello blanco, con olas para un marinero en tierra, el de los noventa y cinco años de Rafael Alberti; seda incrédula santificada por un aleteo místico para el poeta que escribió Sobre los ángeles: «¿Cuándo la nieve al mirar distraída movió bucles de fuego?». ¡Ah, las canas de los poetas: son tan literarias!
No son únicas. En los viejos también habita el símbolo de la severidad, como las canas teologales del dios en el libro de Daniel (VII, 9): «Sus cabellos, puros como la lana; su trono, llamas de fuego». A esta calcinante imagen de padre judicial y juez sin hijos, están hechos los políticos planetarios, hasta los que no son viejos, como Bill Clinton. Nuestro presidente de los Estados Unidos encaneció joven, lo cual ayuda para hacer juego con la Casa Blanca. El tono de su canicie ambigua oscila entre un rubio inseguro y un blanco de centro. El lema de su evasivo pelo podría ser: «En la duda, abstente, y, en la abstención, duda».
Por el contrario, hosco y tenaz, mucho más seguro de sus tan pocas cosas, de pelo cano y cabeza en blanco, es el otro, Borís Yeltsin, úrsido tambaleante, reversible, reciclable, revodkable, síndico de quiebras de Moscú y países de la localidad. El estrecho iglú de su cabello es de una blancura siberiana, como si Yeltsin le hubiese desterrado el color junto con el viejo carné del partido.
Temidas y famosas fueron también las canas de Karl Marx: barbas de Zeus hebraico, de olímpico Yavé; telón dialéctico de blanco y negro; estopa jaspeada por la tinta con la cual el áspero emigrado nos escribió-adivinó la historia; pero ocurre que la historia es firme analfabeta, no entiende los magnos guiones del futuro y, como todos, en vez de leer el libro, espera a que hagan la película. Sin embargo, el doctor Marx ignoraba esa ignorancia y seguía escribiendo presagios y lanzando excomuniones ateas; engordando manuscritos; fumando cual locomotora victoriana y educando su enfisema; echando fuego al fuego y mesándose la barba de Santa Claus ultraescarlata, quien sacaría, de su bolsa revuelta, la revuelta mayor, la lotería gorda de los olvidados, la muñeca pobre de la libertad y el trencito rojo de la historia. Todo fue un fumar en vano, doctor Marx. Karl Heinrich y su barba se murieron, nicotínicos, creyendo que, para imponer la justicia, habría que luchar con los pobres y contra los ricos; no supieron que, para imponer la justicia, habría que luchar contra los ricos y contra los pobres. Así no se puede ganar. Los pobres tampoco leen historia y siguen esperando a Santa Claus. Se equivocaron de barba.
En realidad, las canas ―tan líricas y proféticas― son alquimia metalizada del tiempo y los heraldos blancos que nos manda la muerte: «Las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro» escribió Cervantes; y, por la muerte de Laura, Petrarca especuló también con los metales (y volverse de plata el áureo pelo): «e i cape’ d’oro fin forsi d’argento» (soneto XII). Siglos de desencantos y boleros se alzaron como un arco de guadaña sobre el mundo, y la plata de la frente es ahora simple desenlace del cabello y sumario del ocaso; ni sabiduría ni poder: sólo previo brillo de la muerte; pero tanta admonición fatal termina por engendrar una respuesta: el cinismo abolerado del mexicano Alberto Domínguez (Hilos de plata):
«Cuando aparezcan
los hilos de plata
en tu juventud,
como la Luna
cuando se retrata
en el lago azul,
entonces nadie podrá
robarme tu cariño».
¡Vaya sinceridad, poeta! Esperas la vejez de la dama para que huya la despavorida competencia. No obstante, es lo contrario: no caigas en la prestigiosa necedad de la «hermosura» y oye concursos de «belleza», donde candidotas coquetontas responden bellascadas y formulan tonteorías. Por fortuna, las canas ―la hoja blanca donde nos escribimos el fin― son mucho más que la nada futura: son también la vida pasada; y, si vivimos con alguien que nos hace felices, las canas de él o de ella son un hilo nuevo para tejer el día. Entonces no hay «belleza» ni juventud perdidas: como dijo el poeta José Carlos Mariátegui a su amada, «la vida que te falta es la vida que me diste». [Diciembre de 1997.]